martes, 18 de enero de 2011

EL DESACUERDO

Pedro Aponte Vázquez (Desde Puerto Rico. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

A la memoria de Borge

Fueron en realidad unos pocos, solo un puñado, los que vieron con sospecha la negociación. De esos, algunos fueron más lejos y dieron por hecho que traía implícita la claudicación de quienes la aceptaron, mientras para otros era un acto de traición al movimiento de liberación en su totalidad y, por consiguiente, a la patria misma. Fuera de ahí, los más fueron flexibles y le vieron al asunto un lado práctico.

Los quejosos insistían en que el acuerdo ofendía la memoria del máximo dirigente histórico del movimiento de liberación, a quien llamaban El Líder y que, peor aún, inexplicablemente colocaba a la lucha misma en peligro de extinción. El mismo, insistían, redundaba nada menos que en la criminalización del movimiento de liberación nacional, sin importar que a la larga contribuyera a adelantar los propósitos del esfuerzo revolucionario.

En realidad, ese grupo de abnegados luchadores había transformado el ideario del Líder en una especie de religión —tal vez por no conocerlo a fondo— así que, desde su punto de vista, el acuerdo negociado constituía un pecado porque él había postulado que el invasor no tenía autoridad alguna sobre su Pueblo. Consideraban pecadores en ese sentido a aquellos combatientes acusados en un tribunal extranjero de conspirar y actuar contra el enemigo porque, al admitir ante agentes judiciales del invasor —a cambio de menos tiempo de confinamiento en sus cárceles— que habían atacado instalaciones militares suyas, no solo les reconocían autoridad, sino, además, cooperaban con el enemigo porque les facilitaban el trabajo de enjuiciarlos. De ese modo, argumentaban ellos, aquellos sacrificados compatriotas violaban, además, el precepto fundamental del Líder de no cooperar con el gobierno que usurpó la soberanía de la nación y, más aún, desnaturalizaban sus propias hazañas revolucionarias al transformarlas en meros actos criminales. Además, ponían de ejemplo a otros combatientes de otra organización militar clandestina que habían adoptado la posición del Líder y no se defendieron cuando el enemigo los enjuició, pero sin mencionar que fueron condenados a largas penas de reclusión como meros presos comunes.

Por el contrario, otros luchadores sostenían que, como prisioneros de guerra, los combatientes no estaban en condición alguna de negarle poder sobre ellos al enemigo ni estaban cooperando con él por el hecho de admitir que lo combatían y que, mientras menos tiempo estuvieran en prisión, tanto mejor era para la causa. Señalaban que sin fundamento alguno los contrarios habían equiparado el concepto de negociar con el de traicionar a pesar de que es un recurso para la solución de conflictos cuya utilidad ha quedado demostrada por siglos en los campos, entre otros, del sindicalismo, la política partidista, el Derecho y los procesos legislativos. Sobre este aspecto tuve ocasión de conversar con Helia, forastera recién llegada al país quien, por ser descendiente directa del Líder, se proclamó principal exponente de las denuncias. Al terminar ella una conferencia de prensa me le acerqué en un aparte:

—Si se sabe que negociar es una técnica de resolución de conflictos tan antigua como la Humanidad misma, ¿por qué esa hostilidad hacia unos compañeros que han combatido al enemigo en el ámbito militar y solo buscan pasar menos tiempo encarcelados y reintegrarse más pronto a la lucha? —le pregunté con disgusto.

—Es sencillo. Esa técnica, no importa lo que otros digan por ahí, está reñida con los principios del máximo líder —respondió de igual modo.

—¿Cuáles son esos principios?

—Con el enemigo no se debe negociar porque, al hacerlo, se le reconoce autoridad y a la larga equivale a cooperar con el invasor.

—¿Considera que negociar un acuerdo es, por el hecho mismo, cooperar con el enemigo?

—Claro que lo es.

—¿Quiere decir que el prócer fue un líder intransigente?

—Por supuesto que sí.

—Por lo que conozco de él, no tiene fundamento sostener que lo fuera. Sé que en críticas ocasiones fue flexible.

—No es posible que usted, un periodista, lo conozca mejor que yo que llevo su sangre— respondió con la arrogancia que la caracteriza. Pasé por alto esa barbaridad y continué:

—Supongo que ustedes basan sus objeciones en que él no le reconocía autoridad alguna al gobierno de la colonia y mucho menos al de la metrópoli, ¿no es así?

—Exactamente. Precisamente por eso es que repudiamos el acuerdo.

—¿Entonces, cómo explica que a pesar de esa posición El Líder se defendió en las cortes coloniales y del imperio? ¿No le reconoció al enemigo, al defenderse, autoridad para enjuiciarlo?

—No tengo nada más que decir.

—¿No defendió él a seguidores suyos en las cortes de aquí y de allá? —insistí y abandonó veloz el recinto sin responder.

Helia, una joven mujer alta, de tez oscura, cabello negro y lacio y apariencia de bailarina, logró introducirse rápidamente en el partido del que su antepasado había sido fuerte inspiración y guía y se adhirió a su seno como lapa, cual si hubiera sido allí su origen. Casi todos los hombres y mujeres que le dieron temple a la entidad y la hicieron merecedora de la admiración y el respeto aun del enemigo, habían cumplido su jornada vital y quedaba solamente la aureola del prestigio que le habían impartido con sus ejemplos de entrega a la causa con valor y sacrificio. Metódicamente buscó uno a uno a los pocos hombres que quedaban, se les acercó a los que pudo y con zalamerías logró la admiración y el respaldo de varios de ellos. Simultáneamente reclutó un puñado de adolescentes con los que se iba a pasar noches acampando divertidamente so pretexto de prepararlos para sus respectivas iniciaciones como soldados de la revolución, promovió en muy poco tiempo los cambios que le convenía hacerle al reglamento del triste remanente del partido político que había dirigido su célebre antepasado y se apoderó del mismo a pesar de que, en materia de política, era una advenediza y nada conocía de la problemática del país.

En su lugar de origen, o más bien de acogida, había estudiado Derecho y prontamente comenzó a prepararse para revalidar sus estudios en su nuevo lugar de residencia. Esto de por sí no fue tarea fácil, ya que debió compenetrarse de las leyes y la jurisprudencia del sistema judicial no solo de la colonia sino, además, de la metrópoli, pero aún más difícil fue cumplir con el requisito de ciudadanía. Para ello tuvo que vencer una serie de obstáculos y, aunque logró salvarlos, la palabra final la tenía nada menos que el gobierno de la metrópoli, el gobierno que el partido que presidía estaba llamado a combatir: el gobierno responsable de la muerte de su célebre antepasado. Había llegado a un callejón sin salida.

Entonces se acercó a Borge, un abogado sindicalista que había cumplido cárcel por su ideología de liberación nacional y por su militancia en una entidad militar clandestina a la que sus miembros se referían entre ellos como La Organización. Ninguna importancia tenía para ella el hecho de que, antes de conocerlo personalmente, lo había vilipendiado severamente en una plaza pública por ser uno de los que acordaron admitir los hechos revolucionarios que el enemigo les imputaba a cambio de recibir una sentencia menor de cárcel complementada por sentencias en probatoria.

Como solía hacerlo cuando estaba en libertad, Borge me había acompañado a un pueblo de la sierra donde anualmente se conmemora una de las principales gestas revolucionarias en la historia del país, la primera celebración a la que él asistía desde que salió de prisión, y nos encontramos con compañeros que también habían optado por negociar una salida más pronta de la cárcel. Allí estaban, además, los líderes de las múltiples organizaciones que abogaban y luchaban por la liberación nacional y cientos de sus respectivos seguidores. En horas de la mañana ocuparon la tribuna los líderes de la organización élite, los que se aseguraban así de no juntarse con líderes de las organizaciones patrióticas estudiantiles y proletarias y quienes, al terminar su participación, les requerían a sus seguidores abandonar la plaza y regresar a sus hogares (cosa que muy pocos hacían).

Por la tarde se dirigieron al público los representantes de las otras organizaciones y fue entonces cuando, desde la tribuna, Helia calificó de traidores a los patriotas que habían negociado con el enemigo. Recién salido de la cárcel, pero rebosante de salud, Borge, de baja estatura, sus cortos brazos cruzados contra su ancho pecho, la frente salpicada de lacios cabellos blancos, se tornó rojizo y apretando los puños quiso fulminar con su mirada a aquella mujer salida de ningún sitio que optaba por desprestigiarlo en medio de una plaza pública atestada de compañeros y compañeras de lucha patriótica. Los patriotas aludidos no solo no tuvieron oportunidad de defenderse allí y entonces, sino que estuvieron en riesgo de ser agredidos físicamente encima del insulto por los llamados soldados de la revolución y probablemente, además, por los agentes provocadores que el verdadero enemigo acostumbra colocar entre la gente que protesta, sobre todo, en lugares públicos.

La próxima vez vendremos armados, me dijo Borge entre dientes, pero afortunadamente habría de descartar pronto esa descabellada idea, pues como abogado y, sobre todo, como sindicalista, era más dado a persuadir que a confrontar mientras ello fuera razonable y hasta los adversarios reconocían sus destrezas en las mesas de negociación. El hecho de que perteneciera a una organización clandestina de tipo militar no era contradictorio, pues en su mente estaba claro que con ello recurría a la defensa propia, la defensa propia de la patria que había sido invadida por un ejército usurpador, tal cual lo había expuesto El Líder. Siempre había sido ejemplo de un saludable estilo de vida, de disciplina y de militancia y si alguna debilidad lo caracterizaba era la atracción que sentía por las mujeres en general y por las compañeras de lucha en particular —siempre que fueran solteras.

Una calurosa tarde, meses después, participábamos en un piquete en el que casualmente estaba Helia y mientras caminábamos me confesó que comenzaba a sentirse atraído por ella y que ese hecho lo mortificaba porque era, según dijo, la única mujer bella por la que solo quiero sentir desprecio. Su comentario de que comenzaba a sentirse atraído por aquella mujer que le pareció bella me pareció un mal augurio y pensé que, a solo semanas de incógnitos agentes de la ley y el orden, celosos guardianes de la democracia, asesinar a tiros en su propia casa al principal líder de la lucha clandestina, el otro valioso líder de esa lucha no debía caer en manos de quien, como ya se comentaba, creía firmemente que el fin justifica los medios. Sin embargo, consideré exagerada mi preocupación al recordar su reacción ante los insultos que ella le había dirigido desde la tribuna, además de toda la información negativa que sobre ella había arrojado una investigación que condujo sobre sus actividades políticas y personales a partir del momento en que llegó como en paracaídas al país. A través de La Organización, Borge se había enterado de que, desde antes de llegar, Helia y otros familiares obtenían provecho material y de toda índole del vínculo sanguíneo con aquel personaje de estatura continental que vivió y murió dando ejemplo de entrega total a la defensa de su patria y de la dignidad de su Pueblo y de que persistían en esa práctica. Se enteró, además, de su arrogante desprecio por la disciplina de partido y de su disposición a recurrir a cualquier medio para alcanzar sus aspiraciones. Su confesión me preocupó por razones de seguridad y por sus posibles implicaciones para la lucha en general y para La Organización en particular y no lo pasé por alto.

—¿Estás bromeando? —le pregunté enseguida.
—Ojalá lo estuviera.
—Eso es un asunto muy serio que puede acarrear serias complicaciones —le advertí.
—¿Crees que no lo sé? Por eso me preocupa, pero es de primera intención. De inmediato rechazo el pensamiento porque sería una atrocidad.
—Comoquiera me preocupa porque... tú sabes lo que dicen de un sencillo pelo y una yunta de bueyes...
—No me hagas reír. En eso no caeré aunque no hubiera otra mujer en todo el archipiélago; te lo aseguro.
—Magnífico. Cuento con eso por todo lo que ceder implica —le dije y con ello dimos por cerrado el asunto.
Terminado aquel piquete, Helia abordó a Borge con la más amplia de sus sonrisas y sus más sensuales contoneos. Pasando por alto mi presencia, le dijo que se encontraba en un tranque porque, a pesar de reunir los requisitos para obtener la ciudadanía del invasor y poder entonces ejercer su nueva profesión, todavía tenía dificultad con aspectos que no dominaba del Derecho, en particular del derecho de corporaciones, y le habían sugerido recabar su ayuda. Él respondió que en lugar de buscar la ciudadanía del imperio debía condenarla porque se nos había impuesto para utilizarnos como carne de cañón y que solamente la ayudaría si le garantizaba que su propósito era el de estar en mejor condición de combatir al enemigo. Interrumpí para despedirme del compañero y me fui pensando que en realidad no se proponía ayudarla, sino crear las circunstancias para de algún modo devolverle los vejámenes que ella gratuitamente le prodigó en la plaza pública de aquel pueblo de la montaña.
Transcurrieron varios meses y ya solo veía a Borge en piquetes o de lejos en masivas marchas o en las noticias televisivas que daban cuenta de su constante intervención directa en asuntos y controversias específicamente sindicales y patrióticas en general. De Helia, con quien había tenido mi propio roce por motivo de su empeño en adueñarse de fotos y documentos relacionados con las luchas del Líder que, como tales, son patrimonio nacional, supe que todavía no había obtenido la ciudadanía que tanto anhelaba, pero había revalidado sus estudios de Derecho. Ni lo uno ni lo otro me sorprendió; lo que jamás pude anticipar, y por razones de seguridad me consternó, fue enterarme de que se había convertido en esposa de Borge, o más bien, que él se había convertido en su esposo a pesar de todo lo que sabía sobre su conducta en el ámbito ideológico —aun descartando el hecho de que lo había tildado injustamente de traidor de la patria ante miles de patriotas. Había observado que ella no participaba en piquetes ni en otros eventos públicos, limitaba sus intervenciones en el quehacer político a esporádicas expresiones retóricas carentes de realidad cuyo único propósito parecía ser el de impresionar y finalmente abandonó la presidencia del partido.
Meses después, me enteré por la prensa de la súbita y grave enfermedad de Borge, lo cual me pareció muy extraño por tratarse de una persona de saludable estilo de vida y en excelente estado de salud. Helia, ya convertida en su esposa, redujo y limitó estrictamente sus contactos y relaciones por todos los medios, por lo que fui de los muchos interesados en su salud que no tuvieron acceso a él durante el curso de su reclusión hospitalaria y mucho menos mientras procuraba recuperarse en su hogar, ni siquiera mediante el correo electrónico. Repasé detenidamente lo que habíamos conversado en torno al riesgo de seguridad que representaba para él y para la lucha misma el que cediera a la atracción que había comenzado a sentir hacia ella. Recordé que, aunque en aquella ocasión me abstuve de expresarle mi sospecha de que podría estar buscando neutralizarlo políticamente de algún modo con el fin de congraciarse con el enemigo y lograr al fin sus metas personales, no dejé de considerarlo probable. Luego, con la enigmática muerte de Borge —casi tan misteriosa como la del legendario Líder— por esa súbita y agresiva enfermedad, quedó descabezada por completo la lucha clandestina inspirada en las enseñanzas del prócer y me persigue tenaz la duda de si, de habérselo dicho, habría podido evitar el extraño desenlace que tan beneficioso ha sido para el enemigo.


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soy como el clavo, que aun viejo y oxidado, sigue siendo clavo

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