F. Engels
Escrito: En
1876.[1]
Primera edición: En a revista Die Neue Zeit, Bd. 2, N° 44, 1895-1896.
Esta edición: Marxists Internet Archive, noviembre de 2000.
Fuente: Biblioteca de Textos Marxistas.
Primera edición: En a revista Die Neue Zeit, Bd. 2, N° 44, 1895-1896.
Esta edición: Marxists Internet Archive, noviembre de 2000.
Fuente: Biblioteca de Textos Marxistas.
El
trabajo es la fuente de toda riqueza, afirman los especialistas en
Economía política. Lo es, en efecto, a la par que la naturaleza,
proveedora de los materiales que él convierte en riqueza. Pero el
trabajo es muchísimo más que eso. Es la condición básica y
fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta
cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio
hombre.
Hace
muchos centenares de miles de años, en una época, aún no
establecida definitivamente, de aquel período del desarrollo de la
Tierra que los geólogos denominan terciario, probablemente a fines
de este período, vivía en algún lugar de la zona tropical - quizás
en un extenso continente hoy desaparecido en las profundidades del
Océano Indico- una raza de monos antropomorfos extraordinariamente
desarrollada. Darwin nos ha dado una descripción aproximada de estos
antepasados nuestros. Estaban totalmente cubiertos de pelo, tenían
barba, orejas puntiagudas, vivían en los árboles y formaban
manadas[2].
Es
de suponer que como consecuencia directa de su género de vida, por
el que las manos, al trepar, tenían que desempeñar funciones
distintas a las de los pies, estos monos se fueron acostumbrando a
prescindir de ellas al caminar por el suelo y empezaron a adoptar más
y más una posición erecta. Fue el paso decisivo para el tránsito
del mono al hombre.
Todos
los monos antropomorfos que existen hoy día pueden permanecer en
posición erecta y caminar apoyándose únicamente en sus pies; pero
lo hacen sólo en caso de extrema necesidad y, además, con suma
torpeza. Caminan habitualmente en actitud semierecta, y su marcha
incluye el uso de las manos. La mayoría de estos monos apoyan en el
suelo los nudillos y, encogiendo las piernas, hacen avanzar el cuerpo
por entre sus largos brazos, como un cojo que camina con muletas. En
general, aún hoy podemos observar entre los monos todas las formas
de transición entre la marcha a cuatro patas y la marcha en posición
erecta. Pero para ninguno de ellos ésta última ha pasado de ser un
recurso circunstancial.
Y
puesto que la posición erecta había de ser para nuestros peludos
antepasados primero una norma, y luego, una necesidad, de aquí se
desprende que por aquel entonces las manos tenían que ejecutar
funciones cada vez más variadas. Incluso entre los monos existe ya
cierta división de funciones entre los pies y las manos. Como hemos
señalado más arriba, durante la trepa las manos son utilizadas de
distinta manera que los pies. Las manos sirven fundamentalmente para
recoger y sostener los alimentos, como lo hacen ya algunos mamíferos
inferiores con sus patas delanteras. Ciertos monos se ayudan de las
manos para construir nidos en los árboles; y algunos, como el
chimpancé, llegan a construir tejadillos entre las ramas, para
defenderse de las inclemencias del tiempo. La mano les sirve para
empuñar garrotes, con los que se defienden de sus enemigos, o para
bombardear a éstos con frutos y piedras. Cuando se encuentran en la
cautividad, realizan con las manos varias operaciones sencillas que
copian de los hombres. Pero aquí es precisamente donde se ve cuán
grande es la distancia que separa la mano primitiva de los monos,
incluso la de los antropoides superiores, de la mano del hombre,
perfeccionada por el trabajo durante centenares de miles de años. El
número y la disposición general de los huesos y de los músculos
son los mismos en el mono y en el hombre, pero la mano del salvaje
más primitivo es capaz de ejecutar centenares de operaciones que no
pueden ser realizadas por la mano de ningún mono. Ni una sola mano
simiesca ha construido jamás un cuchillo de piedra, por tosco que
fuese.
Por
eso, las funciones, para las que nuestros antepasados fueron
adaptando poco a poco sus manos durante los muchos miles de años que
dura el período de transición del mono al hombre, sólo pudieron
ser, en un principio, funciones sumamente sencillas. Los salvajes más
primitivos, incluso aquellos en los que puede presumirse el retorno a
un estado más próximo a la animalidad, con una degeneración física
simultánea, son muy superiores a aquellos seres del período de
transición. Antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido
convertido en cuchillo por la mano del hombre, debió haber pasado un
período de tiempo tan largo que, en comparación con él, el período
histórico conocido por nosotros resulta insignificante. Pero se
había dado ya el paso decisivo: la mano era libre y podía adquirir
ahora cada vez más destreza y habilidad; y ésta mayor flexibilidad
adquirida se transmitía por herencia y se acrecía de generación en
generación.
Vemos,
pues, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también
producto de él. Unicamente por el trabajo, por la adaptación a
nuevas y nuevas funciones, por la transmisión hereditaria del
perfeccionamiento especial así adquirido por los músculos, los
ligamentos y, en un período más largo, también por los huesos, y
por la aplicación siempre renovada de estas habilidades heredadas a
funciones nuevas y cada vez más complejas, ha sido como la mano del
hombre ha alcanzado ese grado de perfección que la ha hecho capaz de
dar vida, como por arte de magia, a los cuadros de Rafael, a las
estatuas de Thorwaldsen y a la música de Paganini.
Pero
la mano no era algo con existencia propia e independiente. Era
únicamente un miembro de un organismo entero y sumamente complejo. Y
lo que beneficiaba a la mano beneficiaba también a todo el cuerpo
servido por ella; y lo beneficiaba en dos aspectos.
Primeramente,
en virtud de la ley que Darwin llamó de la correlación del
crecimiento. Según ésta ley, ciertas formas de las distintas partes
de los seres orgánicos siempre están ligadas a determinadas formas
de otras partes, que aparentemente no tienen ninguna relación con
las primeras. Así, todos los animales que poseen glóbulos rojos sin
núcleo y cuyo occipital está articulado con la primera vértebra
por medio de dos cóndilos, poseen, sin excepción, glándulas
mamarias para la alimentación de sus crías. Así también, la
pezuña hendida de ciertos mamíferos va ligada por regla general a
la presencia de un estómago multilocular adaptado a la rumia. Las
modificaciones experimentadas por ciertas formas provocan cambios en
la forma de otras partes del organismo, sin que estemos en
condiciones de explicar tal conexión. Los gatos totalmente blancos y
de ojos azules son siempre o casi siempre sordos. El
perfeccionamiento gradual de la mano del hombre y la adaptación
concomitante de los pies a la marcha en posición erecta
repercutieron indudablemente, en virtud de dicha correlación, sobre
otras partes del organismo.
Sin
embargo, ésta acción aún está tan poco estudiada que aquí no
podemos más que señalarla en términos generales. Mucho más
importante es la reacción directa -posible de demostrar- del
desarrollo de la mano sobre el resto del organismo. Como ya hemos
dicho, nuestros antepasados simiescos eran animales que vivían en
manadas; evidentemente, no es posible buscar el origen del hombre, el
más social de los animales, en unos antepasados inmediatos que no
viviesen congregados. Con cada nuevo progreso, el dominio sobre la
naturaleza, que comenzara por el desarrollo de la mano, con el
trabajo, iba ampliando los horizontes del hombre, haciéndole
descubrir constantemente en los objetos nuevas propiedades hasta
entonces desconocidas. Por otra parte, el desarrollo del trabajo, al
multiplicar los casos de ayuda mutua y de actividad conjunta, y al
mostrar así las ventajas de ésta actividad conjunta para cada
individuo, tenía que contribuir forzosamente a agrupar aún más a
los miembros de la sociedad. En resumen, los hombres en formación
llegaron a un punto en que tuvieron necesidad de decirse algo los
unos a los otros. La necesidad creó el órgano: la laringe poco
desarrollada del mono se fue transformando, lenta pero firmemente,
mediante modulaciones que producían a su vez modulaciones más
perfectas, mientras los órganos de la boca aprendían poco a poco a
pronunciar un sonido articulado tras otro.
La
comparación con los animales nos muestra que ésta explicación del
origen del lenguaje a partir del trabajo y con el trabajo es la única
acertada. Lo poco que los animales, incluso los más desarrollados,
tienen que comunicarse los unos a los otros puede ser transmitido sin
el concurso de la palabra articulada. Ningún animal en estado
salvaje se siente perjudicado por su incapacidad de hablar o de
comprender el lenguaje humano. Pero la situación cambia por completo
cuando el animal ha sido domesticado por el hombre. El contacto con
el hombre ha desarrollado en el perro y en el caballo un oído tan
sensible al lenguaje articulado, que estos animales pueden, dentro
del marco de sus representaciones, llegar a comprender cualquier
idioma. Además, pueden llegar a adquirir sentimientos desconocidos
antes por ellos, como son el apego al hombre, el sentimiento de
gratitud, etc. Quien conozca bien a estos animales, difícilmente
podrá escapar a la convicción de que, en muchos casos, ésta
incapacidad de hablar es experimentada ahora por ellos como un
defecto. Desgraciadamente, este defecto no tiene remedio, pues sus
órganos vocales se hallan demasiado especializados en determinada
dirección. Sin embargo, cuando existe un órgano apropiado, ésta
incapacidad puede ser superada dentro de ciertos límites. Los
órganos bucales de las aves se distinguen en forma radical de los
del hombre, y, sin embargo, las aves son los únicos animales que
pueden aprender a hablar; y el ave de voz más repulsiva, el loro, es
la que mejor habla. Y no importa que se nos objete diciéndonos que
el loro no entiende lo que dice. Claro está que por el solo gusto de
hablar y por sociabilidad con los hombres el loro puede estar
repitiendo horas y horas todo su vocabulario. Pero, dentro del marco
de sus representaciones, puede también llegar a comprender lo que
dice. Enseñad a un loro a decir palabrotas, de modo que llegue a
tener una idea de su significación (una de las distracciones
favoritas de los marineros que regresan de las zonas cálidas), y
veréis muy pronto que en cuanto lo irritáis hace uso de esas
palabrotas con la misma corrección que cualquier verdulera de
Berlín. Y lo mismo ocurre con la petición de golosinas.
Primero
el trabajo, luego y con él la palabra articulada, fueron los dos
estímulos principales bajo cuya influencia el cerebro del mono se
fue transformando gradualmente en cerebro humano, que, a pesar de
toda su similitud, lo supera considerablemente en tamaño y en
perfección. Y a medida que se desarrollaba el cerebro,
desarrollábanse también sus instrumentos más inmediatos: los
órganos de los sentidos. De la misma manera que el desarrollo
gradual del lenguaje va necesariamente acompañado del
correspondiente perfeccionamiento del órgano del oído, así también
el desarrollo general del cerebro va ligado al perfeccionamiento de
todos los órganos de los sentidos. La vista del águila tiene mucho
más alcance que la del hombre, pero el ojo humano percibe en las
cosas muchos más detalles que el ojo del águila. El perro tiene un
olfato mucho más fino que el hombre, pero no puede captar ni la
centésima parte de los olores que sirven a éste de signos para
diferenciar cosas distintas. Y el sentido del tacto, que el mono
posee a duras penas en la forma más tosca y primitiva, se ha ido
desarrollando únicamente con el desarrollo de la propia mano del
hombre, a través del trabajo. El desarrollo del cerebro y de los
sentidos a su servicio, la creciente claridad de conciencia, la
capacidad de abstracción y de discernimiento cada vez mayores,
reaccionaron a su vez sobre el trabajo y la palabra, estimulando más
y más su desarrollo. Cuando el hombre se separa definitivamente del
mono, este desarrollo no cesa ni mucho menos, sino que continúa, en
distinto grado y en distintas direcciones entre los distintos pueblos
y en las diferentes épocas, interrumpido incluso a veces por
regresiones de carácter local o temporal, pero avanzando en su
conjunto a grandes pasos, considerablemente impulsado y, a la vez,
orientado en un sentido más preciso por un nuevo elemento que surge
con la aparición del hombre acabado: la sociedad. Seguramente
hubieron de pasar centenares de miles de años -que en la historia de
la Tierra tienen menos importancia que un segundo en la vida de un
hombre[*]-
antes de que la sociedad humana surgiese de aquellas manadas de monos
que trepaban por los árboles. Pero, al fin y al cabo, surgió.
¿Y
qué es lo que volvemos a encontrar como signo distintivo entre la
manada de monos y la sociedad humana? Otra vez el trabajo. La manada
de monos se contentaba con devorar los alimentos de un área que
determinaban las condiciones geográficas o la resistencia de las
manadas vecinas. Trasladábase de un lugar a otro y entablaba luchas
con otras manadas para conquistar nuevas zonas de alimentación: pero
era incapaz de extraer de estas zonas más de lo que la naturaleza
buenamente le ofrecía, si exceptuamos la acción inconsciente de la
manada, al abonar el suelo con sus excrementos. Cuando fueron
ocupadas todas las zonas capaces de proporcionar alimento, el
crecimiento de la población simiesca fue ya imposible; en el mejor
de los casos el número de sus animales podía mantenerse al mismo
nivel. Pero todos los animales son unos grandes despilfarradores de
alimentos; además, con frecuencia destruyen en germen la nueva
generación de reservas alimenticias. A diferencia del cazador, el
lobo no respeta la cabra montés que habría de proporcionarle
cabritos al año siguiente; las cabras de Grecia, que devoran los
jóvenes arbustos antes de que puedan desarrollarse, han dejado
desnudas todas las montañas del país. Esta «explotación rapaz»
llevada a cabo por los animales desempeña un gran papel en la
transformación gradual de las especies, al obligarlas a adaptarse a
unos alimentos que no son los habituales para ellas, con lo que
cambia la composición química de su sangre y se modifica poco a
poco toda la constitución física del animal; las especies ya
plasmadas desaparecen. No cabe duda de que ésta explotación rapaz
contribuyó en alto grado a la humanización de nuestros antepasados,
pues amplió el número de plantas y las partes de éstas utilizadas
en la alimentación por aquella raza de monos que superaba con
ventaja a todas las demás en inteligencia y en capacidad de
adaptación. En una palabra, la alimentación, cada vez más variada,
aportaba al organismo nuevas y nuevas substancias, con lo que fueron
creadas las condiciones químicas para la transformación de estos
monos en seres humanos. Pero todo esto no era trabajo en el verdadero
sentido de la palabra. El trabajo comienza con la elaboración de
instrumentos. ¿Y qué son los instrumentos más antiguos, si
juzgamos por los restos que nos han llegado del hombre prehistórico,
por el género de vida de los pueblos más antiguos que registra la
historia, así como por el de los salvajes actuales más primitivos?
Son instrumentos de caza y de pesca; los primeros utilizados también
como armas. Pero la caza y la pesca suponen el tránsito de la
alimentación exclusivamente vegetal a la alimentación mixta, lo que
significa un nuevo paso de suma importancia en la transformación del
mono en hombre. El consumo de carne ofreció al organismo, en forma
casi acabada, los ingredientes más esenciales para su metabolismo.
Con ello acortó el proceso de la digestión y otros procesos de la
vida vegetativa del organismo (es decir, los procesos análogos a los
de la vida de los vegetales), ahorrando así tiempo, materiales y
estímulos para que pudiera manifestarse activamente la vida
propiamente animal. Y cuanto más se alejaba el hombre en formación
del reino vegetal, más se elevaba sobre los animales. De la misma
manera que el hábito a la alimentación mixta convirtió al gato y
al perro salvajes en servidores del hombre, así también el hábito
a combinar la carne con la dieta vegetal contribuyó poderosamente a
dar fuerza física e independencia al hombre en formación. Pero
donde más se manifestó la influencia de la dieta cárnea fue en el
cerebro, que recibió así en mucha mayor cantidad que antes las
substancias necesarias para su alimentación y desarrollo, con lo que
su perfeccionamiento fue haciéndose mayor y más rápido de
generación en generación. Debemos reconocer -y perdonen los señores
vegetarianos- que no ha sido sin el consumo de la carne como el
hombre ha llegado a ser hombre; y el hecho de que, en una u otra
época de la historia de todos los pueblos conocidos, el empleo de la
carne en la alimentación haya llevado al canibalismo (aún en el
siglo X, los antepasados de los berlineses, los veletabos o vilzes,
solían devorar a sus progenitores) es una cuestión que no tiene hoy
para nosotros la menor importancia.
El
consumo de carne en la alimentación significó dos nuevos avances de
importancia decisiva: el uso del fuego y la domesticación de
animales. El primero redujo aún más el proceso de la digestión, ya
que permitía llevar a la boca comida, como si dijéramos, medio
digerida; el segundo multiplicó las reservas de carne, pues ahora, a
la par con la caza, proporcionaba una nueva fuente para obtenerla en
forma más regular. La domesticación de animales también
proporcionó, con la leche y sus derivados, un nuevo alimento, que en
cuanto a composición era por lo menos del mismo valor que la carne.
Así, pues, estos dos adelantos se convirtieron directamente para el
hombre en nuevos medios de emancipación. No podemos detenernos aquí
a examinar en detalle sus consecuencias indirectas, a pesar de toda
la importancia que hayan podido tener para el desarrollo del hombre y
de la sociedad, pues tal examen nos apartaría demasiado de nuestro
tema.
El
hombre, que había aprendido a comer todo lo comestible, aprendió
también, de la misma manera, a vivir en cualquier clima. Se extendió
por toda la superficie habitable de la Tierra siendo el único animal
capaz de hacerlo por propia iniciativa. Los demás animales que se
han adaptado a todos los climas -los animales domésticos y los
insectos parásitos- no lo lograron por sí solos, sino únicamente
siguiendo al hombre. Y el paso del clima uniformemente cálido de la
patria original, a zonas más frías donde el año se dividía en
verano e invierno, creó nuevas necesidades, al obligar al hombre a
buscar habitación y a cubrir su cuerpo para protegerse del frío y
de la humedad. Así surgieron nuevas esferas de trabajo y, con ellas,
nuevas actividades que fueron apartando más y más al hombre de los
animales.
Gracias
a la cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del
cerebro, no sólo en cada individuo, sino también en la sociedad,
los hombres fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más
complicadas, a plantearse y a alcanzar objetivos cada vez más
elevados. El trabajo mismo se diversificaba y perfeccionaba de
generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas
actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse la
agricultura, y más tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los
metales, la alfarería y la navegación. Al lado del comercio y de
los oficios aparecieron, finalmente, las artes y las ciencias; de las
tribus salieron las naciones y los Estados. Se desarrollaron el
Derecho y la Política, y con ellos el reflejo fantástico de las
cosas humanas en la mente del hombre: la religión. Frente a todas
estas creaciones, que se manifestaban en primer término como
productos del cerebro y parecían dominar las sociedades humanas, las
producciones más modestas, fruto del trabajo de la mano, quedaron
relegadas a segundo plano, tanto más cuanto que en una fase muy
temprana del desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en la familia
primitiva), la cabeza que planeaba el trabajo era ya capaz de obligar
a manos ajenas a realizar el trabajo proyectado por ella. El rápido
progreso de la civilización fue atribuido exclusivamente a la
cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro. Los hombres se
acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos, en lugar de
buscar ésta explicación en sus necesidades (reflejadas,
naturalmente, en la cabeza del hombre, que así cobra conciencia de
ellas). Así fue cómo, con el transcurso del tiempo, surgió esa
concepción idealista del mundo que ha dominado el cerebro de los
hombres, sobre todo desde la desaparición del mundo antiguo, y que
todavía lo sigue dominando hasta el punto de que incluso los
naturalistas de la escuela darviniana más allegados al materialismo
son aún incapaces de formarse una idea clara acerca del origen del
hombre, pues esa misma influencia idealista les impide ver el papel
desempeñado aquí por el trabajo. Los animales, como ya hemos
indicado de pasada, también modifican con su actividad la naturaleza
exterior, aunque no en el mismo grado que el hombre; y estas
modificaciones provocadas por ellos en el medio ambiente repercuten,
como hemos visto, en sus originadores, modificándolos a su vez. En
la naturaleza nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a
otro y es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente el
olvido de este movimiento y de ésta interacción universal lo que
impide a nuestros naturalistas percibir con claridad las cosas más
simples. Ya hemos visto cómo las cabras han impedido la repoblación
de los bosques en Grecia; en Santa Elena, las cabras y los cerdos
desembarcados por los primeros navegantes llegados a la isla
exterminaron casi por completo la vegetación allí existente, con lo
que prepararon el suelo para que pudieran multiplicarse las plantas
llevadas más tarde por otros navegantes y colonizadores. Pero la
influencia duradera de los animales sobre la naturaleza que los rodea
es completamente involuntaria y constituye, por lo que a los animales
se refiere, un hecho accidental. Pero cuanto más se alejan los
hombres de los animales, más adquiere su influencia sobre la
naturaleza el carácter de una acción intencional y planeada, cuyo
fin es lograr objetivos proyectados de antemano. Los animales
destrozan la vegetación del lugar sin darse cuenta de lo que hacen.
Los hombres, en cambio, cuando destruyen la vegetación lo hacen con
el fin de utilizar la superficie que queda libre para sembrar
cereales, plantar árboles o cultivar la vid, conscientes de que la
cosecha que obtengan superará varias veces lo sembrado por ellos. El
hombre traslada de un país a otro plantas útiles y animales
domésticos modificando así la flora y la fauna de continentes
enteros. Más aún; las plantas y los animales, cultivadas aquéllas
y criados éstos en condiciones artificiales, sufren tales
modificaciones bajo la influencia de la mano del hombre que se
vuelven irreconocibles. Hasta hoy día no han sido hallados aún los
antepasados silvestres de nuestros cultivos cerealistas. Aún no ha
sido resuelta la cuestión de saber cuál es el animal que ha dado
origen a nuestros perros actuales, tan distintos unos de otros, o a
las actuales razas de caballos, también tan numerosas.
Por
lo demás, de suyo se comprende que no tenemos la intención de negar
a los animales la facultad de actuar en forma planificada, de un modo
premeditado. Por el contrario, la acción planificada existe en
germen dondequiera que el protoplasma -la albúmina viva- exista y
reaccione, es decir, realice determinados movimientos, aunque sean
los más simples, en respuesta a determinados estímulos del
exterior. Esta reacción se produce, no digamos ya en la célula
nerviosa, sino incluso cuando aún no hay célula de ninguna clase.
El acto mediante el cual las plantas insectívoras se apoderan de su
presa, aparece también, hasta cierto punto, como un acto planeado,
aunque se realice de un modo totalmente inconsciente. La facultad de
realizar actos conscientes y premeditados se desarrolla en los
animales en correspondencia con el desarrollo del sistema nervioso, y
adquiere ya en los mamíferos un nivel bastante elevado. Durante la
caza inglesa de la zorra puede observarse siempre la infalibilidad
con que la zorra utiliza su perfecto conocimiento del lugar para
ocultarse a sus perseguidores, y lo bien que conoce y sabe aprovechar
todas las ventajas del terreno para despistarlos. Entre nuestros
animales domésticos, que han llegado a un grado más alto de
desarrollo gracias a su convivencia con el hombre, pueden observarse
a diario actos de astucia, equiparables a los de los niños, pues lo
mismo que el desarrollo del embrión humano en el claustro materno es
una repetición abreviada de toda la historia del desarrollo físico
seguido a través de millones de años por nuestros antepasados del
reino animal, a partir del gusano, así también el desarrollo mental
del niño representa una repetición, aún más abreviada, del
desarrollo intelectual de esos mismos antepasados, en todo caso de
los menos remotos. Pero ni un solo acto planificado de ningún animal
ha podido imprimir en la naturaleza el sello de su voluntad. Sólo el
hombre ha podido hacerlo. Resumiendo: lo único que pueden hacer los
animales es utilizar la naturaleza exterior y modificarla por el mero
hecho de su presencia en ella. El hombre, en cambio, modifica la
naturaleza y la obliga así a servirle, la domina. Y ésta es, en
última instancia, la diferencia esencial que existe entre el hombre
y los demás animales, diferencia que, una vez más, viene a ser
efecto del trabajo[**].
Sin
embargo, no nos dejemos llevar del entusiasmo ante nuestras victorias
sobre la naturaleza. Después de cada una de estas victorias, la
naturaleza toma su venganza. Bien es verdad que las primeras
consecuencias de estas victorias son las previstas por nosotros, pero
en segundo y en tercer lugar aparecen unas consecuencias muy
distintas, totalmente imprevistas y que, a menudo, anulan las
primeras. Los hombres que en Mesopotamia, Grecia, Asia Menor y otras
regiones talaban los bosques para obtener tierra de labor, ni
siquiera podían imaginarse que, al eliminar con los bosques los
centros de acumulación y reserva de humedad, estaban sentando las
bases de la actual aridez de esas tierras. Los italianos de los
Alpes, que talaron en las laderas meridionales los bosques de pinos,
conservados con tanto celo en las laderas septentrionales, no tenía
idea de que con ello destruían las raíces de la industria lechera
en su región; y mucho menos podían prever que, al proceder así,
dejaban la mayor parte del año sin agua sus fuentes de montaña, con
lo que les permitían, al llegar el período de las lluvias, vomitar
con tanta mayor furia sus torrentes sobre la planicie. Los que
difundieron el cultivo de la patata en Europa no sabían que con este
tubérculo farináceo difundían a la vez la escrofulosis. Así, a
cada paso, los hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre la
naturaleza no se parece en nada al dominio de un conquistador sobre
el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien situado fuera
de la naturaleza, sino que nosotros, por nuestra carne, nuestra
sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos
encontramos en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en
que, a diferencia de los demás seres, somos capaces de conocer sus
leyes y de aplicarlas adecuadamente.
En
efecto, cada día aprendemos a comprender mejor las leyes de la
naturaleza y a conocer tanto los efectos inmediatos como las
consecuencias remotas de nuestra intromisión en el curso natural de
su desarrollo. Sobre todo después de los grandes progresos logrados
en este siglo por las Ciencias Naturales, nos hallamos en condiciones
de prever, y, por tanto, de controlar cada vez mejor las remotas
consecuencias naturales de nuestros actos en la producción, por lo
menos de los más corrientes. Y cuanto más sea esto una realidad,
más sentirán y comprenderán los hombres su unidad con la
naturaleza, y más inconcebible será esa idea absurda y antinatural
de la antítesis entre el espíritu y la materia, el hombre y la
naturaleza, el alma y el cuerpo, idea que empieza a difundirse por
Europa a raíz de la decadencia de la antigüedad clásica y que
adquiere su máximo desenvolvimiento en el cristianismo.
Mas,
si han sido precisos miles de años para que el hombre aprendiera en
cierto grado a prever las remotas consecuencias naturales de sus
actos dirigidos a la producción, mucho más le costó aprender a
calcular las remotas consecuencias sociales de esos mismos actos. Ya
hemos hablado más arriba de la patata y de sus consecuencias en
cuanto a la difusión de la escrofulosis: Pero, ¿qué importancia
puede tener la escrofulosis comparada con los efectos que sobre las
condiciones de vida de las masas del pueblo de países enteros ha
tenido la reducción de la dieta de los trabajadores a simples
patatas, con el hambre que se extendió en 1847 por Irlanda a
consecuencia de una enfermedad de este tubérculo, y que llevó a la
tumba a un millón de irlandeses que se alimentaban exclusivamente o
casi exclusivamente de patatas y obligó a emigrar allende el océano
a otros dos millones? Cuando los árabes aprendieron a destilar el
alcohol, ni siquiera se les ocurrió pensar que habían creado una de
las armas principales con que habría de ser exterminada la población
indígena del continente americano, aún desconocido, en aquel
entonces. Y cuando Colón descubrió más tarde América, no sabía
que a la vez daba nueva vida a la esclavitud, desaparecida desde
hacía mucho tiempo en Europa, y sentaba las bases de la trata de
negros. Los hombres que en los siglos XVII y XVIII trabajaron para
crear la máquina de vapor, no sospechaban que estaban creando un
instrumento que habría de subvertir, más que ningún otro, las
condiciones sociales en todo el mundo, y que, sobre todo en Europa,
al concentrar la riqueza en manos de una minoría y al privar de toda
propiedad a la inmensa mayoría de la población, habría de
proporcionar primero el dominio social y político a la burguesía y
provocar después la lucha de clases entre la burguesía y el
proletariado, lucha que sólo puede terminar con el derrocamiento de
la burguesía y la abolición de todos los antagonismos de clase.
Pero también aquí, aprovechando una experiencia larga, y a veces
cruel, confrontando y analizando los materiales proporcionados por la
historia, vamos aprendiendo poco a poco a conocer las consecuencias
sociales indirectas y más remotas de nuestros actos en la
producción, lo que nos permite extender también a estas
consecuencias nuestro dominio y nuestro control.
Sin
embargo, para llevar a cabo este control se requiere algo más que el
simple conocimiento. Hace falta una revolución que transforme por
completo el modo de producción existente hasta hoy día y, con él,
el orden social vigente. Todos los modos de producción que han
existido hasta el presente sólo buscaban el efecto útil del trabajo
en su forma más directa e inmediata. No hacían el menor caso de las
consecuencias remotas, que sólo aparecen más tarde y cuyo efecto se
manifiesta únicamente gracias a un proceso de repetición y
acumulación gradual. La primitiva propiedad comunal de la tierra
correspondía, por un lado, a un estado de desarrollo de los hombres
en el que el horizonte de éstos quedaba limitado, por lo general, a
las cosas más inmediatas, y presuponía, por otro lado, cierto
excedente de tierras libres, que ofrecía cierto margen para
neutralizar los posibles resultados adversos de ésta economía
positiva. Al agotarse el excedente de tierras libres, comenzó la
decadencia de la propiedad comunal. Todas las formas más elevadas de
producción que vinieron después condujeron a la división de la
población en clases diferentes y, por tanto, al antagonismo entre
las clases dominantes y las clases oprimidas. En consecuencia, los
intereses de las clases dominantes se convirtieron en el elemento
propulsor de la producción, en cuanto ésta no se limitaba a
mantener bien que mal la mísera existencia de los oprimidos. Donde
esto halla su expresión más acabada es en el modo de producción
capitalista que prevalece hoy en la Europa Occidental. Los
capitalistas individuales, que dominan la producción y el cambio,
sólo pueden ocuparse de la utilidad más inmediata de sus actos. Más
aún; incluso ésta misma utilidad -por cuanto se trata de la
utilidad de la mercancía producida o cambiada- pasa por completo a
segundo plano, apareciendo como único incentivo la ganancia obtenida
en la venta.
* * * |
La
ciencia social de la burguesía, la Economía Política clásica,
sólo se ocupa preferentemente de aquellas consecuencias sociales que
constituyen el objetivo inmediato de los actos realizados por los
hombres en la producción y el cambio. Esto corresponde plenamente al
régimen social cuya expresión teórica es esa ciencia. Por cuanto
los capitalistas aislados producen o cambian con el único fin de
obtener beneficios inmediatos, sólo pueden ser tenidos en cuenta,
primeramente, los resultados más próximos y más inmediatos. Cuando
un industrial o un comerciante vende la mercancía producida o
comprada por él y obtiene la ganancia habitual, se da por satisfecho
y no le interesa lo más mínimo lo que pueda ocurrir después con
esa mercancía y su comprador. Igual ocurre con las consecuencias
naturales de esas mismas acciones. Cuando en Cuba los plantadores
españoles quemaban los bosques en las laderas de las montañas para
obtener con la ceniza un abono que sólo les alcanzaba para
fertilizar una generación de cafetos de alto rendimiento, ¡poco les
importaba que las lluvias torrenciales de los trópicos barriesen la
capa vegetal del suelo, privada de la protección de los árboles, y
no dejasen tras sí más que rocas desnudas! Con el actual modo de
producción, y por lo que respecta tanto a las consecuencias
naturales como a las consecuencias sociales de los actos realizados
por los hombres, lo que interesa preferentemente son sólo los
primeros resultados, los más palpables. Y luego hasta se manifiesta
extrañeza de que las consecuencias remotas de las acciones que
perseguían esos fines resulten ser muy distintas y, en la mayoría
de los casos, hasta diametralmente opuestas; de que la armonía entre
la oferta y la demanda se convierta en su antípoda, como nos lo
demuestra el curso de cada uno de esos ciclos industriales de diez
años, y como han podido convencerse de ello los que con el
«crac»[3]han
vivido en Alemania un pequeño preludio; de que la propiedad privada
basada en el trabajo de uno mismo se convierta necesariamente, al
desarrollarse, en la desposesión de los trabajadores de toda
propiedad, mientras toda la riqueza se concentra más y más en manos
de los que no trabajan; de que [...][***].
Traducido
del alemán.
NOTAS
* Sir
William Thomson, autoridad de primer orden en la materia calculó que
ha debido transcurrir poco más de cien millones de años desde el
momento en que la Tierra se enfrió lo suficiente para que en ella
pudieran vivir las plantas y los animales.
** Acotación
al margen: «Ennoblecimiento».
*** Aquí
se interrumpe el manuscrito. (N. de la Edit.)
1. El
presente artículo fue ideado inicialmente como introducción a un
trabajo más extenso denominado Tres formas fundamentales de
esclavización. Pero, visto que el propósito no se cumplía, Engels
acabó por dar a la introducción el título El papel del trabajo en
el proceso de transformación del mono en hombre. Engels explica en
ella el papel decisivo del trabajo, de la producción de
instrumentos, en la formación del tipo físico del hombre y la
formación de la sociedad humana, mostrando que, a partir de un
antepasado parecido al mono, como resultado de un largo proceso
histórico, se desarrolló un ser cualitativamente distinto, el
hombre. Lo más probable es que el artículo haya sido escrito en
junio de 1876.
2. Véase
el libro de C. Darwin The Descent of Man and Selection in Relation to
Sex («El origen del hombre y la selección sexual»), publicado en
Londres en 1871.
3. Trátase
de la crisis económica mundial de 1873. En Alemania, la crisis
comenzó con una «grandiosa bancarrota» en mayo de 1873, preludio
de la crisis que duró hasta fines de los años 70.
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