jueves, 12 de febrero de 2009

CATORCE DE FEBRERO DE 1974

14-II-74

Alberto Híjar.

Algo está pasando, nadie responde y La Prensa dice que fue sorprendida ayer una casa de seguridad en Monterrey. Ya fui a Nepantla y está llena de soldados y judiciales. Aurora, mi responsable, se veía muy preocupada pero no perdía la iniciativa para garantizar la seguridad de la organización. Por lo pronto, me dijo, ve a tu trabajo y a medio día te llamo porque pudiera ser que tengas que quedarte conmigo. La mañana del Día del Amor pasó rápido en el Departamento de Promociones Sociales de la Secretaría del Trabajo donde la hacía de jefe. Al fin de la mañana caí como el más tonto en la trampa del director, mi amigo Miguel González Avelar, quien envió a su ayudante a pedirme un currículum vitae rápido, a mano, porque lo necesitaba con urgencia. Soplón y apocado, despreciado por mis colaboradores, el triste enviado llevó mi escrito. Lejos estuve de imaginar que serviría para comparar escritura y datos con el que encontraron los asesinos en la Casa Grande de Nepantla de la que ahora tenía la primera noticia. Las relaciones amistosas priístas de González Avelar con el Procurador Pedro Ojeda Paullada y con funcionarios de Gobernación como Manuel Bartlett, facilitaban los cruces de información. Caro pagaría el error de poner por escrito mis méritos revolucionarios, no mis estudios, no mis escritos, sino aquello que probaba mis acciones subversivas. González Avelar diría años después que el currículum es un género literario y en mi caso había narrado sólo la parte clandestina de mi doble vida.

A mi regreso a casa, casa alquilada en el centro de Contreras, se acrecentó la angustia. Sabía que el telefonema inminente podía separarme de mi esposa y mis cuatro hijas. Mi hermana ocho años mayor que yo, comió con nosotros y lejos estaba de imaginar mi sufrimiento. Sus trabajos de buena profesora de historia de México, especialista en Revolución de 1910 y en particular de Zapata, no alcanzaban para prever nada fuera de lo normal. Recostado en la pequeña recamara fui sorprendido por cuatro hombres armados que aventaron a Verónica con sus seis frágiles años al abrir la puerta. Hubo un accidente de tránsito y tiene que ir a declarar, repetían a mis desesperadas mujeres que me vieron desaparecer en el interior de una camioneta. Supe después que mi hermana corrió a su coche y los siguió sin alcanzarlos para su buena fortuna.

Traté de conversar sorprendido por lo bien que salieron de la retorcida salida de Contreras. Realmente era asombroso el encuentro de Privada Hilda nombrada así por la casera en homenaje a su hija. La calle angosta sólo tenía un número, el uno correspondiente a la única casa en la sucesión de pequeñas escalinatas empedradas para subir y bajar al centro de la delegación.

Al llegar a Gigante en la calle de San Antonio, cerca aún del Anillo Periférico Sur, se detuvo la camioneta y un auto que la escoltaba. Vamos a hablar por teléfono, al rato regresas cuando se aclare todo, dijeron los que bajaron a comprobar que nadie nos seguía. Ahora tírate de boca en el piso y no te muevas, ordenó el de la voz mientras sentía las patas de mis enemigos en mi cabeza, espalda y piernas.

Inicié la cuenta de los segundos con la ilusa pretensión de medir el tiempo y saber del lugar a donde me llevaban. A la par, hacía el recuento de mis colaboraciones recientes con las Fuerzas de Liberación Nacional y de mis conocencias dentro de ellas. Ninguna casa de seguridad podría ser señalada por mí porque cuando ingresaba para algún curso o reunión con la dirigencia, permanecía con los ojos cerrados hasta que ya estaba adentro. En cuanto a compañeros, la clásica triangulación del responsable, el que me propuso y yo, había sido rota por las inclusiones promovidas por mí. Pero la relación de uno a uno entre el responsable y el nuevo, garantizaba la compartimentación en beneficio de la seguridad de todos, aunque no siempre. Recordaría La Batalla de Argel donde el coronel Mathieu va reconstruyendo en un pizarrón los triángulos del Ejército de Liberación Nacional de Argelia. Así, entre sobresaltos por lo hecho, la incertidumbre de mi destino en sentido amplio y la sensación de impotencia irremediable acompañada por el ostensible menosprecio con el que era tratado, llegamos. Sentí las maniobras de acomodo del coche y recibí la orden de no moverme ni alzar la cabeza. Un largo rato después fui bajado para entregar mis escasas pertenencias. El capuchón de grueso vinilo negro y el amarre de las manos tras la espalda, me transformaron en bulto conducido por una escalera para sentarme en una silla. Intercambios soeces y algún coscorrón y tocamiento de mis escuálidas nalgas, ratificaron a los poderosos y a mi estado de indefensión absoluta. Ni hambre, ni sed, ni necesidades fisiológicas, interrumpieron mi condición. Iba a decir ensimismada pero no, porque ahí estaba la represión con todo su poder para exigir el recuerdo imaginario de lo hecho para las Fuerzas de Liberación Nacional que tendría que ocultar.

El primer interrogatorio sin capuchón, en un pequeño despacho con un escritorio tras el cual estaba un moreno chaparrón de grandes anteojos negros protegido por un hombre con arma larga a su costado, concretó la situación. ¿Usted escribió esto profesor? dijo mostrándome mis dos currícula. Ante la respuesta afirmativa de haberlo escrito para unos estudiantes que me lo pidieron y para el director de Previsión Social de la Secretaría del Trabajo, siguió, no se si en esa sesión o en otra, la presentación de una serie de fotos para ver a quien reconocía. Ahí estaba Aurora. Respondí dubitativo describiendo encuentros esporádicos ilusorios imposibles de precisar entre las decenas de estudiantes atendidos en la Universidad de Puebla. A su señal, el capuchón regresaba a mi cabeza para ser conducido escalera arriba a otro cuarto donde era recibido por un golpazo en el vientre al que seguían muchos más en el torso entre insultos y amenazas. Descubrí que una sala de tortura puede parecer un lugar de descanso y adiestramiento físico. Nada respondía y era regresado a mi silla mientras escuchaba uno que otro grito en el trayecto por la escalera.

Valió madres el tiempo. Ni cansancio ni dolor interrumpieron la acelerada búsqueda de declaraciones verosímiles. Nada de comer ni de lugar de descanso, sino la indicación de que dijera uno, dos o tres según quisiera orinar, defecar o vomitar. Alguien me llevaba al sanitario y hacía guardia evidente frente a mí. La asfixia de mis exhalaciones tibias me mantenía en una especie de somnolencia difícil de vencer.

La siguiente conducción al interrogatorio fue para que hablara de mis contactos. Narré mis relaciones docentes con la agitada Universidad Autónoma de Puebla, la reciente Escuela Popular de Arte en especial. Inventé que ahí me habían pedido colaborar para la lucha por lo que entregaba arroz y fríjol de vez en cuando. Traté de convencer a mi interrogador de la imposibilidad de recordar los nombres de mis alumnos, en especial de quienes solicitaron mi currículum vitae revolucionario. No bastó el argumento de los cientos de alumnos que he tenido desde que empecé a dar clases en 1960. Otra vez las fotos, otra vez mi actitud dubitativa: pudiera ser pero creo que no. En una de esas, una foto de lo hallado en Nepantla con un tambor de sulfato de potasio que yo había comprado y seguro estaba lleno de mis huellas despertó mi preocupación por lo que ocurriría si rastreaban evidencias de esa naturaleza o de la licencia para comprar balas que para mi fortuna registraba a mano un soldado casi analfabeta en un maltratado libro. Alerta máxima exigía la situación en espera de lo peor para no ser sorprendido. Interrogatorio y golpiza incorporaron una novedad: alguien escupió en mí desnuda espalda en preparación supuse, de tortura eléctrica. Soporté impertérrito el peso de quien gustaba pararse sobre mis pies para no evidenciar el dolor en mi dedo medio defectuoso.

En mi rincón descubrí que con leves movimientos podía girar un poco mi asfixiante capuchón. Lo hice hasta dar con la costura que resultó una sucesión de agujeros estenopeicos correctores de mi miopía hasta el punto de ver un poco hasta donde me dejaba el astigmatismo. De casi nada me sirvió la estratagema pero son esos pequeños triunfos los que animan. Vi a un judicial gordo y quemado quejándose del viaje obligado a la Selva Lacandona. En mi subir y bajar a ciegas y a empujones, algún grito ratificaba la tortura en la cárcel clandestina.

Involucré en los interrogatorios a compañeros que nada tenían que ver con las FLN, sino con otras organizaciones, una de colonos, otra con pasado revolucionario y otra más con una representación diplomática citada en mi currículum vitae. Cuando dejé de ser desaparecido y fui encerrado en solitario en un separo de la Procuraduría General de la República, pude darme cuenta que dos de los involucrados ahí estaban. Supe que habían sido maltratados y uno de ellos me gritó hasta que contesté su afectuoso saludo. No se si nunca entendió o entendió hasta el punto de disculparme. Después supe que lo soltaron y quien sabe como les fue en sus empleos remunerados. Pagaron justos por pecadores.

Pero ya adelanté vísperas. Hubo un interrogatorio final que no excluyó la golpiza. El sabelotodo sacó su pistola, la puso sobre la mesa y me preguntó el calibre para recibir por respuesta mi ignorancia sobre armas y balas mientras un flashazo memorioso repasaba los precisos dibujos de arme y desarme que copié de un instructivo yanqui para ilustrar un manual de las FLN. El interrogador se mostró enojado y didáctico: usted no habla claro profesor, todo se le va en pudiera ser, quien sabe, a lo mejor. Esta gente se disfraza, usa pelucas y bigotes, se pone otros nombres y establece relaciones trianguladas con quien enlaza, el responsable político y el reclutado. Supe entonces que había vencido al sostener mi declaración de que toda mi colaboración era más bien filantrópica y mi currículum vitae no tenía otro fin que informar de algunas actividades subversivas sin más sentido que la satisfacción personal. Usted es marxista-leninista, dijo el interrogador, lo cual me permitió una disertación mareadora concluida en que más bien era marxista interesado en la estética y la historia para contribuir así a la impaciencia enojada del interrogador fallido. Había ganado la batalla hablando más de la cuenta sobre situaciones y personas que nada tenían que ver con las FLN. Asombro y susto me causaba el conocimiento del interrogador idéntico al jefe policiaco burócrata en su holgada silla creado por Fontanarrosa en Boogie El Aceitoso. Nada más sobre la frecuencia radial de la policía averiguada por mí y nada sobre lo encontrado en Nepantla.

A partir de ahí fui llevado a un cuarto de cuatro por cuatro con dos ventanas cubiertas por persianas. Cual niño castigado y ya sin capuchón ni amarras, fui sentado viendo al rincón. Un librero con literatura marxista, trotskysta y leninista exigió pedir permiso para curiosear, lo cual concedió uno de mis jóvenes vigilantes nada dispuesto a conversación alguna. Al igual que sus relevos, podía pasar como estudiante de universidad privada. Un jovencito que traía tortas y refrescos y me convidó, tiraba en un rincón los periódicos de ayer. Esto me enteró de los primeros desplegados denunciando mi secuestro y desaparición. Aparecieron artículos editoriales sobre mi caso. Angélica Arenal, la viuda de Siqueiros, atribuía todo a la herencia del comunista pintor quien me puso como garante de continuar su lucha ideológica antes de morir en Cuernavaca el 6 de enero de 1974.

Una noche me cuidaba un jarocho hablantín. Ruidos de gatos en celo lo llevaron a las persianas, movió una de ellas y afirmó ¡pinches gatos!. Paso a paso me acerqué diciendo cualquier cosa y en espera del golpe que me regresaría a mi rincón. Pero llegué a la otra ventana y también subí una persiana para ver la calle única de Guaymas que va de Avenida Chapultepec a la calle de Puebla, rumbo bien conocido por mí porque estaba al lado de la grande y bella vecindad donde vivía una novia y exalumna de la Casa del Lago. Más allá, la antena de Televisa ratificó mi ubicación en la primera calle de Morelia, Circular Morelia en ese tramo con un jardincito. Otro pequeño triunfo inútil.

Vuelta al capuchón para ser conducido con otros secuestrados hasta una azotea. Fui conducido a un despacho donde al descubrirme, me encontré con Miguel Nazar Haro de pie, con traje deportivo, quien me miró con sus verdes ojos de bestia en acecho. Usted es el profesor Alberto Híjar dijo y respondí que sí. Con un movimiento de cabeza y mano ordenó mi retirada. Vuelta a la azotea donde a los tres nos sentaron en la base de un tinaco. La posibilidad de la muerte accidental se hizo presente pero en cambio, descendimos hasta el piso principal. Mis escasas pertenencias disminuidas me fueron regresadas no sin preguntarme si faltaba algo. Los custodios civiles me animaban porque todo había terminado y querían saber donde me dejaban. Respondí cualquier cosa mientras imaginaba la aparición de mi cadáver en algún bordo o barranca. En un auto grande y viejo nos subieron a cuatro. Uno de ellos de barba crecida y cerrada parecía delincuente mayor. En realidad era un modesto peluquero, según supe después. Pedía en silencio que no me tocara de compañero. Nos llevaron a los separos de la Procuraduría General de la República a un costado de La Alameda que los temblores de 1985 derrumbaron. Me negué a firmar la cédula de ingreso porque afirmaba mi buen estado físico. El encargado accedió a registrar moretones y magulladuras menores ante el torso descubierto por mí para que viera las huellas de las golpizas. Una amplia celda como de 4 por 4 metros con un agujero sanitario en el piso y una plancha pegada a la pared, fue mi habitación cerrada con la mirilla abierta, después del fichaje con fotos, toma de huellas y características corpóreas.

Escuchaba trinos de pájaros incitadores de la cursilería gastadísima de la libertad, mientras husmeaba por la mirilla para descubrir en el pasillo a un burócrata revisando unos cuadros grandes recargados en la pared. Traté de conversar en vano pese a descubrirle mi profesión de crítico de arte. Creo que ha sido la única ocasión en que la he ostentado porque habitualmente me apena. Una tarde escuché los llamados del ingeniero dirigente de colonos y jefe de Seguridad Industrial de la Secretaría del Trabajo. Respondí a sus llamados y eso lo animó a ampliar el saludo al que sólo me atrevía contestar con monosílabos. En una de esas, un jovencito con aspecto de humilde mandadero recibió mis reservas económicas de unos cuantos pesos para que me comprara cualquier libro de bolsillo del puesto de periódicos más cercano. Me trajo Las almas muertas de Gogol en un involuntario acto de humor negro. Como al tercer día, fui sacado y otra vez me preparé para la muerte. En una oficina estaba mi esposa con mi concuño, exdirigente comunista de la UNAM. En el abrazo pedí a ella que destruyera las credenciales guardadas dentro del forro de un morral. Mi concuño me hizo ver que entre los judiciales presentes estaba Pichojos Pérez un famoso futbolista retirado cuyo padre fue de los legendarios Once Hermanos del Necaxa. Rápido me enteraron de la deferencia del Procurador obligado por las múltiples y variadas presiones que exigieron garantizar mi buen estado físico. Una escolta los condujo conmigo. No se si el mismo día o al siguiente hube de firmar una declaración más bien exculpatoria, distinta a la que fui obligado a leer frente a una grabadora en la casa de tortura. Dejaba de ser desaparecido político al igual que los 14 de la red de Monterrey y los dos sobrevivientes de Nepantla a quienes empezaba a conocer.

La mañana siguiente, fuimos otra vez subidos en varios coches y mientras miraba de reojo calle, plazas y vegetación, llegamos a Lecumberri. La recepción estuvo a cargo de un personaje de aspecto tan bestial como aquel hombre muy corpulento y con cuello de toro que en la primera película de James Bond portaba bombín que le servía como arma voladora. El ayudante principal del vicioso general Arcaute, director de la prisión a quien nunca vimos, nos advirtió sobre la disciplina incorruptible mientras yo entrecruzaba gestos burlones con una compañerita frente a mí que me respondía con esbozos de sonrisa. En la marcha hacia una oficina pude darle unos gajos de naranja que no se de donde había sacado en el trayecto donde iba recogiendo todo lo que se me atravesaba: vasos y cubiertos de plástico usados, papeles, historietas y libros porno de bolsillo. Luego de otro fichaje, nos llevaron a la crujía y nos ubicaron en el piso superior, cuatro por celda cerrada todo el tiempo. Celda amplia como de 4 x 3 metros con una pequeña ventana muy arriba de la doble altura, muros de gruesa lámina que sonaba en las noches por los caminos de las ratas y dos literas. Mis ejercicios de karateca impresionaron a los compañeros a quienes invité a seguirme para acelerar el alivio de nuestros maltratados cuerpos dictaminados en perfectas condiciones por el miserable médico muy joven que nos revisó. A la friega semejante a la mía, los de Monterrey soportaron el traslado en el piso de camionetas desde allá. Los compañeros peluqueros sorprendidos en su trabajo por los judiciales, resultaron buenos receptores de mi plática sobre Althusser y el marxismo poststalinista. La primera comida si así puede llamársele a un plato de lámina con divisiones para unos cuantos frijoles negros y duros en agua sucia y un trozo de pellejo de carne, valoró mi dotación de cubiertos y papeles. Pegados a la mirilla abierta, había turno para leer las historietas y los librillos de fotonovelas. Una madrugada fuimos violentamente despertados para llevarnos a hacer nuestras necesidades fisiológicas. Al salir corriendo de la celda estrellé mi brazo izquierdo contra la puerta de la mirilla. La sangrante herida ahí quedó y no me la toqué hasta que salí de prisión. No es divertido usar un excusado sin puerta ni pared al lado del vecino en los mismos menesteres.

A mi pesar, me gustaban los despertares con la banda de guerra para rendir honores a una bandera también invisible. El desayuno en el patio podía completarse con bolillos extra que por supuesto costaban dinero. Fui llamado, un custodio abrió la puerta y en el patio estaban mi esposa y mis dos hermanas. No pude evitar decirles un ¡sáquenme de de aquí!. A la mayor, católica, apostólica y romana, le pedí que me comprara gelatinas para saciar la sed intensa producida por las descargas de adrenalina. Desapareció y luego de un buen rato me dijo que en su recorrido por medio Lecumberri entre provocaciones de todo tipo, pudo conocer un poquito de aquel infierno donde consiguió las gelatinas que a mi regreso al encierro repartí rápido en las dos celdas compañeras. Me informaron de las movilizaciones en Ciudad Universitaria, de los desplegados, de los artículos editoriales, de las intervenciones en el Consejo Universitario donde el Consejero de Derecho Raúl Cervantes Ahumada leyó los artículos constitucionales sobre las garantías individuales para exigir que la UNAM se ocupara del profesor desaparecido, de las visitas al Procurador a quien mis compañeros del Autogobierno de Arquitectura dejaron con la mano extendida al final de su visita. Supe después del allanamiento de mi casa para fotografiar libreros y rincones sospechosos. Luego que se fue mi visita, fui llevado con un preso peluquero que me dejó el pelo muy corto como a mi me gusta. Ya afuera, Angélica Arenal se indignó por el corte militar.

En la mañana siguiente, un custodio amable me condujo a la primera puerta entre felicitaciones porque iba a salir y a ver si le dejaba algo. No le creí y otra vez me preparé para lo peor. De puerta en puerta fui respondiendo a preguntas de control: segundo apellido, edad, lugar de nacimiento. Después del cuarto para las tres llegué a la rejilla de prácticas donde el secretario del juzgado me leyó mi auto de formal prisión del que no entendí sus efectos y me negué a firmar, mientras un hombretón de traje y corbata, salía apresurado. Era un ayudante de Enrique Ortega Arenas apostado para avisarle de mi presentación. El abogado de presos políticos de izquierda, llegó jadeante para explicarme que Angélica Arenal de Siqueiros le había confiado mi defensa. Ya no puedo hacer nada hoy, maestro, porque van a dar las tres de la tarde y cierran el juzgado, lo hicieron a propósito, cuídese esta noche y yo le garantizo que mañana estará usted fuera porque a primera hora depositaré la fianza por el delito de conspiración. Fírmele profesor, aguantemos aquí hasta que me corran. Comuniqué a mis compañeros de celda la buena nueva no sin pesar porque ellos se quedaban.

Cerca de la medianoche fuimos levantados a gritos y empujones. Nos formaron en el patio y un jefe de custodios bigotón nos explicó que íbamos a lavar los pisos. Tomó un balde con agua y dijo al arrojarlo sobre mí: van a echar agua y luego con este cepillo cuya punta hundió en mi vientre para derribarme en el charco, van a restregar y a secar con estas jergas. Podemos presumir de haber trapeado a rodilla todo Lecumberri entre cubetadas de agua helada, golpes, patadas, insultos apenas atenuados por mis compañeros que decían bajito ¡aguante profesor, ya falta menos!. A punto de desfallecer, fuimos regresados al patio de nuestra crujía donde un preso con el rostro tumefacto intentaba lavar en la pileta central un altero de platos de aluminio. A cada movimiento que hacía correspondía un gesto de dolor. Me acerqué a ayudarlo y retrocedió atemorizado. Con la mano le indiqué mi retirada sin más. No sabía que era Napoleón Glockner sorprendido con su pareja en la casa de seguridad de Monterrey. El relevo de los custodios sustituyó la tregua por más violencia.

Herido en brazo y rodillas empapado y aterido, fui conducido hacia la libertad bajo fianza. Entre felicitaciones y bromas de mis compañeros, a uno le di mi chamarra de piel de venado de Chiapas y a uno de los peluqueros sorprendido con mocasines de charol blanco, le dejé mis zapatos. Los suyos me quedaban muy chicos y con ellos en la mano recorrí puertas hasta llegar a la oficina central llamada Detal no se por qué, donde cumplí con firmar papeles ante la presencia de un reo muy pendiente de todo. Me acompañó hasta la última puerta donde me pidieron mi boleta de libertad que no llevaba. No se mueva profesor y salió corriendo para regresar con ella en la mano. En la calle me esperaba Enrique Ortega Arenas porque el reducido grupo de familiares y amigos estaba en el jardín de enfrente ayudando a uno de ellos que había dejado adentro las llaves de su coche. Habían sido advertidos por el Procurador de no hacer ninguna demostración callejera porque había conmemoraciones del asesinato de Madero y Pino Suárez el 22 de febrero de 1913.

Con las dolorosas rodillas infectadas al aire inicié mi nueva vida con el daño psicológico profundo apenas confortado con una felicitación de las FLN y las visitas afectuosas. Mientras salía caliente el agua, quemé más papeles. Tuvieron que llevarme con Ojeda quien en una austera y elegante sala de juntas amenazó con acusarme por traición a la Patria. Órale güey, pensé, hazme héroe. Tiene usted muy buenos amigos profesor, pero la próxima no va a contarla sentenció. Insinuó que volviéramos a platicar y me dio sus teléfonos a toda hora. Ni loco hubiera regresado. No pueden perdonarse los cinco acribillados en Nepantla, ni los no menos de nueve asesinados o desaparecidos en la selva de Chiapas incluyendo al dirigente César Yáñez, ni los miembros de la familia Guischard, Blaistein y otras que atesoran fotografías de sus ausentes. El Secretario del Trabajo, Porfirio Muñoz Ledo, envió a mi casa al director jurídico a decirme que no renunciara y que me esperaba pronto. Su tesis era que todo era un complot para impedir su candidatura presidencial y que ya ni le moviera. Al mes, ya sin él en la Secretaría, me levantaron un acta de abandono de empleo. La rodilla izquierda tardó en sanar tres penosos meses en que no resistía ni el roce del pantalón. Mi cojo caminar aterrado recibió la solidaridad de compañías de tiempo completo. El Autogobierno me recibió con una gran manta y dos voluminosas carpetas dan cuenta de artículos, reportajes y desplegados solidarios, todo arreglado en mi casa transformada en centro de documentación y solidaridad. En la firma de los lunes en el Juzgado volví a toparme con Napoleón y Nora para sólo mirarnos sesgados. Cuando encontraba a los regiomontanos compartíamos el gusto de vernos. Nunca vimos al juez corrupto y por consigna superior Eduardo Ferrer Macgregor. Aproveché para escribir mi tesis profesional y graduarme en filosofía. Mis casi tres años de militancia en las FLN llenaron mis reflexiones en el tiempo libre. Seis meses después volvieron a contactarme.



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ser como el clavo, que aun oxidado, sigue siendo clavo

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