Santiago Alba Rico • España
El llamado Concierto de Juanes o Concierto por la Paz celebrado el pasado 20 de septiembre en la Plaza de la Revolución de La Habana ha provocado el enésimo intercambio de golpes entre los partidarios de la Revolución y los partidarios de la antropofagia. Nada nuevo en este casi protocolario forcejeo si no fuese porque —no sé si alguien lo ha observado— por una vez los pugilistas han invertido los papeles o, más exactamente, se han intercambiado los argumentos; y esto con el efecto paradójico de dar la razón a los antropófagos y la victoria a los revolucionarios. Me explico. Los defensores del concierto (Jesús Gómez Cairo, Salvador Capote o Luis Toledo, por ejemplo) han insistido en negar el carácter político del mismo, invocando en su favor valores —digamos— "burgueses": el triunfo de la cultura, el arte contra la barbarie, el derecho de los jóvenes a escuchar buenas canciones, la música de calidad por encima de las diferencias ideológicas. Del otro lado, frente a esta reivindicación del "arte puro" como abstracto conciliador de voluntades, los propagandistas anticubanos han recurrido sin parar a registros casi "guevaristas" para censurar a los participantes en el evento: la necesidad de tomar partido, el compromiso del artista, la música como vehículo de movilización. Si dejamos a un lado el fanatismo de Miami, escuetamente destructivo, resulta cuando menos curioso ver cómo los medios de comunicación españoles anticubanos —la mayoría— no han dejado de exigir más o menos veladamente a los cantantes más altos niveles de conciencia política frente a las trampas de la "paz abstracta" y la "música pacificadora". El caso del diario El País ha sido una vez más ejemplar. En sendos artículos del 25 de septiembre, Verónica Calderón y Diego Manrique dejan a un lado el contenido musical del concierto para explorar las complicidades de Juanes y compañía con la "dictadura castrista" y lamentar precisamente la falta de compromiso de los jóvenes allí reunidos sin la más mínima conciencia, espoleados solamente por "el hambre de música pop".
Por una vez los cubanos han querido hacer una cosa sencillamente "bonita", amable, sin punta ni garra, para todos los públicos (y no sin razón quizás el escritor colombiano Carlos Alberto Ruiz señalaba con melancolía el carácter intencionadamente apolítico del concierto). Los cubanos han querido cantar sin más y entonces sus enemigos, los que siempre defienden la pureza del arte y abominan de toda contaminación ideológica, se han puesto a gritar: "¡Política! ¡Política! ¡Todo es política!". En lugar de reunirse delante de la Oficina de Intereses de los EEUU para gritar consignas antimperialistas, los cubanos se concentran en una plaza para escuchar música y entonces sus enemigos se enfurecen todavía más: "ah, no, no nos engañáis, eso es más político aún". Por una vez los cubanos se parecen a todos los demás y entonces los que llevan 50 años queriendo arrollar, negar, extirpar su diferencia se irritan más que nunca: "nada de eso, tenéis que ser ininterrumpidamente socialistas".
Por una vez los cubanos hacen una cosa "bonita" y por una vez sus enemigos tienen razón: el arte, la música, la cultura son política. Está bien que lo reconozcan, aunque sea de nuevo contra Cuba (y no contra Madonna en Israel o contra Al Di Meola en Túnez o contra Julio Iglesias en Miami). La gran ilusión del capitalismo es la de creerse —la de hacer creer— que ha establecido las únicas condiciones posibles en las que el arte puede ser por fin solo arte. Es todo lo contrario. Cantar no es inocente en una oscuridad de lobos; caminar no es indiferente en un campo minado; elegir un vestido o un refresco, conceder un beso, hacer un regalo, dormir la siesta, no son acciones neutrales en una economía global de antropofagia ininterrumpida. Tampoco puede serlo, claro está, en una de las pocas sociedades del planeta que se defiende colectivamente contra esa locura organizada. El llamado Concierto de Juanes o Concierto por la Paz fue un acto político y, a la espera de saber qué efectos introduce en Cuba y en sus relaciones con los vecinos, conviene que Juanes, Miguel Bosé y Víctor Manuel —por citar a los más mediocres y reaccionarios de los participantes— sepan que también esta vez, como cada vez que cantan en Bogotá o en Madrid, han participado en un acto político, aunque quizás el menos político de todos o el potencialmente más "artístico" de su carrera (que es lo que los ponía en realidad un poco fuera de lugar).
Porque tiene razón Carlos Alberto Ruiz al llamar la atención sobre la despolitización intencionada del llamado Concierto de Juanes o Concierto por la Paz, aunque quizás no acierta a valorar todo lo que tiene de prometedora o de reveladora esta intención. Al contrario de lo que nos han querido hacer creer, los artistas capitalistas y los escritores capitalistas y los pintores capitalistas y los músicos capitalistas (por no hablar de los ingenieros capitalistas y los albañiles capitalistas) son más capitalistas que artistas, escritores, pintores o músicos. Bajo una economía global de antropofagia ininterrumpida, somos ininterrumpidamente capitalistas, y nuestros gestos son tanto más políticos cuanto más despolitizados nos parecen: cuando hacemos la compra, cuando amamos, cuando nos divertimos. Bajo el socialismo ocurre lo contrario. Se lucha por el socialismo para no ser todo el rato socialista; para que, en efecto, el amor y el vestido, el pincel y la nota, el poema y la risa, queden algún día al margen de la política. Somos capitalistas las 24 horas del día, pero no seremos socialistas sino de manera intermitente, en los momentos en que haya que defender las condiciones que nos permitirán ser otras cosas. Por eso, Gómez Cairo, Capote y Luis Toledo tienen tanta razón como Carlos Alberto Ruiz: porque la premeditada despolitización del llamado Concierto de Juanes hace comparecer en un relámpago ese mundo —por el que Cuba viene trabajando desde hace 50 años— en el que la cultura es solo cultura y el arte es arte y las buenas canciones son, sobre todo, buenas canciones. Ninguna despolitización puede ser más política, en sentido radical, que la que abriga este embrión. La única duda es la de saber si Cuba ha asentado tan firmemente el socialismo que puede emprender esta despolitización sin peligro o si, por el contrario, esta despolitización se produce demasiado pronto y entraña por eso mismo algún riesgo para el socialismo.
Me gustó mucho la respuesta que dio un informático habanero de 24 años a un periodista del diario español Público que le preguntaba por el concierto: "Lo que no entiendo mucho es eso de concierto por la paz… ¡Aquí hay paz!". En el mismo sentido se expresaba en un artículo de La Jornada Arleen Rodríguez Derivet: "En cuanto a la paz, difícilmente haya otra tierra, de norte a sur y de este a oeste del planeta, donde la alegría tenga tanto que ver con la ausencia de violencia". ¿Por qué este pequeño y pacífico país, moderadamente pobre, comparativamente generoso, consciente y solidario, merece tanta atención y siempre negativa? ¿Por qué ha molestado tanto en Miami y en Madrid que por una vez los cubanos quisieran cantar sin más? ¿Por qué les ha enfurecido de esta manera que por una vez no se reunieran para citar al incomprensible Marx o al prolífico Martí, para denunciar "demagógicamente" el terrorismo de los EE.UU o los horrores del bloqueo, sino para escuchar música pop y aplaudir a unos cuantos cantantes, unos buenos y otros menos buenos? ¿Por qué les has parecido tan mal —a los abominadores del socialismo— que durante un par de horas los cubanos dejaran de ser socialistas para pasarlo sencillamente bien sin necesidad de matar a nadie?
Quizás basta con formular estas preguntas para encontrar ya muchas respuestas.
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soy como el clavo, que aun viejo y oxidado, sigue siendo clavo
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