sábado, 21 de agosto de 2010

UNA MADRE DESESPERADA


Madre desesperada.

 

Marcelo Colussi (Desde Guatemala. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

 

Que ¿por qué lo hice?

 

Mmmmm…, difícil responder eso, doctor. Preguntado así, como usted lo pregunta ahora, hasta podría entenderse como una provocación. Es más: a mí me suena como un regaño. Casi un sermón diría. ¿Cómo que: por qué lo hice?

 

¿Usted no hubiera hecho lo mismo en mi lugar?

 

Mire, yo lo conozco muy poco, doctor; pero por lo que hemos hablado me doy cuenta que no es una mala persona. Usted mismo me comentó que tiene dos hijos, ¿no? Y viendo cómo es usted, me imagino que debe quererlos mucho, debe preocuparse por ellos.

 

Eran un varoncito y una niña, ¿verdad? Así recuerdo que me contó vez pasada.

 

Bueno, pero insisto: a usted lo veo buena gente. No creo que desatienda a sus hijos; no, para nada. Por el contrario. Una vez, recuerdo, cuando usted sacó su billetera yo vi –quizá usted no se dio cuenta– que allí lleva las fotos de ellos. Eso es lo que hace un buen padre, por supuesto: está pensando siempre en sus hijos. ¡Los adora!, los tiene siempre presente.

 

Y todo me indica, doctor, que usted adora a sus hijos. No le voy a decir que todos los padres del mundo los adoran. No, no…, claro que no. En esta viña del señor hay de todo; también hay mujeres, por ejemplo, que tiran a la basura a su bebé recién nacido. O hay también padres que ponen a trabajar a sus hijos tiernitos en cualquier cosa, pidiendo limosna. Hay de todo, sin dudas. Pero en general los padres amamos a nuestros hijos.

 

¿No los ama usted acaso?

 

Bueno…, es difícil de explicar, doctor, pero si tengo que decir que ¿por qué lo hice?, fue enteramente por eso: ¡porque amo infinitamente a mi hijo! Sí, sí: lo sigo diciendo en presente, como si él estuviera todavía aquí, entre nosotros. Para una madre –supongo que para un padre también– su hijo siempre está presente. ¿En qué otra cosa pensamos si no es en ellos?

 

Yo espero que a usted nunca le vaya a suceder algo tan feo con su hijo; pero si le sucediera, ahí me entendería lo que le digo, doctor: aunque no los tenga presente en forma física todo el día, uno, de padre, está siempre pensando en ellos. Y no hay edad para eso: desde bebé hasta que uno es grande. ¿O acaso sus padres no se preocupaban por usted cuando ya era adulto, cuando ya tuvo hijos?

 

Para mí, aunque sé que es casi imposible que vuelva a verlo, por allá a lo lejos siempre sigo manteniendo una lucecita y pienso que, quizá, algún día retorna.

 

Esto de hacer desaparecer gente, doctor, es lo peor del mundo. Mire, se lo digo con la más absoluta seguridad: yo pasé malos momentos en mi vida, momentos terribles podría decirle, cuando me operaron al Huguito de chiquito, por ejemplo. Ese, sin dudas, fue el peor momento. Él apenas tenía dos añitos, y tuvieron que hacerle una operación de higadito. ¡Pobrecito! Usted no se imagina cómo estábamos nosotros, los dos padres, los nervios que pasamos. El Huguito era el menor de mis tres hijos. Hasta creo que yo perdí peso de la angustia que pasé. Pero finalmente salió bien. Bueno, ese fue uno de los momentos más feos que recuerdo de su crianza. ¡Pero nunca sufrí tanto como ahora, con la desaparición!

 

Cuando a una le hacen eso con un hijo, la paralizan. Porque lo peor de todo, y se lo digo con seguridad, porque yo vi muchísimos casos de esos, lo peor de todo, doctor, es que una, de madre, no sepa qué pasó con su hijo.

 

Yo tengo una vecina, doña Luisa, cuyo hijo también estaba metido en política. Usted vio, doctor: en esa época toda la juventud andaba politizada. Eran otros tiempos… Y el muchachito éste que le cuento, Alberto se llamaba, parece que estaba bien metido. Yo a veces veía que entraban y salían de noche, entraban paquetes en autos. No sé, probablemente eran armas, o panfletos para repartir… No sé, bueno… no importa. Lo cierto es que el Albertito estaba bien metido; y un día le avisaron a doña Luisa que se lo habían matado. Dijeron que había sido un intento de copamiento a una comisaría, y que la policía había repelido el ataque. Bueno, así dijeron. La madre se volvió loca con el asunto. Ella tuvo que ir a reconocer el cadáver. Tiempo después, bastante tiempo, como tres o cuatro años, cuando ya me habían desaparecido al Huguito, me contó que vio el cuerpo de su hijo todo destruido, con los agujeros de las balas… Dice que fue algo horrible. Yo, la verdad, no lo vi así, porque lo velaron con el cajón cerrado. Pero al menos, doctor, y créame lo que le digo, al menos así ella supo qué pasó con su hijo. Lo pudo enterrar, puede ir al cementerio a llevarle flores. Tiene la seguridad de qué pasó.

 

Yo no. Y eso, usted lo debe saber, eso desespera, mata, arruina la vida. Simple y llanamente: no deja vivir.

 

Cuando hacen desaparecer gente, eso no es de casualidad. Según pude ir sabiendo después de la desaparición del Huguito, cuando me metí en ese grupo de derechos humanos con otras madres que sufrían situaciones similares a la mía, pude ir viendo cómo se arma todo esto. Me imagino que usted sabrá por qué desaparecen gente, ¿verdad doctor? No es de malos que son, ¡no, por supuesto! Es un plan fríamente calculado. Y eso pasó en muchos países; quiere decir que el asunto está bien organizadito, bien pensado. Cuando desaparece alguien, su gente cercana, su familia, sus amigos, al no ver el cadáver y poder darlo por muerto, queda siempre en una situación de espera perpetua. Y eso va volviendo loco. Si uno sabe que alguien murió, lo llora, lo entierra… y la vida sigue. Pero cuando eso no pasa, cuando no se sabe qué pasó con la persona desaparecida, la vida se vuelve un verdadero infierno.

 

Así viví yo, doctor, por espacio de quince años. Y me pregunto ahora, con toda tranquilidad: ¿por qué me hicieron sufrir tanto? ¿Con qué derecho me hicieron eso? ¿Qué mal les hice yo? Eso no tiene respuesta…

 

Yo sufrí mucho, mucho, muchísimo… Usted no se puede imaginar, doctor, lo que fue mi vida todos estos años. Ahora alguien podría decir que debo estar sufriendo, detenida como asesina e internada en un hospital psiquiátrico. Pero créame que no. No le puedo decir que estoy que me muero de alegría; pero como pude hacer algo por la desaparición de mi hijo, algo que por años estuve deseando, ya me siento más reconfortada.

 

Lo que yo querría es justicia, al igual que todas las otras madres que nos reunimos en esa organización. Justicia por lo que hicieron con nuestros hijos, que es lo mismo que decir por lo que hicieron con nosotras y nosotros como sociedad. ¿Quién le paga el sueldo a los militares, doctor? ¡Nosotros! Es con nuestros impuestos con lo que se les paga a ellos, y con lo que se compran las armas con las que ellos nos atemorizaron. ¿Le parece justo eso? ¿Le parece digno?

 

Yo, antes, jamás hubiera pensado una cosa así; pero al entrar a ese grupo fui empezando a tomar conciencia de todo esto, me fui sacando la venda de los ojos. ¿Por qué los militares masacraron de esa manera a la población? No es porque sean malos, porque son instintivamente unos asesinos, unos déspotas sedientos de sangre. ¡A ellos los usan, doctor! Son malos y asesinos, y sin dudas lo son, porque hay quienes así lo necesitan. Ellos se dedican a hacer el trabajo sucio; son los guardaespaldas, los matones de los acomodados, de los que nunca van a tener necesidades. Ellos hacen el trabajito inmundo de ir a hacer desaparecer la gente que lucha, que sueña, que cree en otro mundo. Y los que les dan las órdenes, los que los preparan, los verdaderos dueños del circo siguen con sus limusinas, sus aviones privados, sus cuentas secretas en Suiza.

 

Mire, con esto no le estoy diciendo que los perdono, que me reconcilié con ellos. ¡Para nada! Por 15 años he pedido justicia, y la voy a seguir pidiendo. No sé si lo que yo hice ahora es justicia… Quizá no. Quizá es simplemente un desagravio personal, un ajuste de cuentas. Pero… bueno: a mí me hace sentir mejor.

 

Y los militares yo no sé hasta qué punto saben que los usan. A veces creo que están tan super convencidos de su trabajo que realmente pueden dar la vida por su patria, por su bandera y por todas esas cosas con las que le llenan la cabeza, sin saber que realmente los que hacen el negocio no son ellos. Pero a veces también creo que más de alguno de ellos se da cuenta de esto. ¿Sabe por qué se lo digo? Porque una vez, justamente hablando con un militar, nos dijo en tono sarcástico que en Norteamérica no hay golpes de Estado… porque no hay embajada de los Estados Unidos. Inteligente, ¿no?

 

Bueno, ellos están preparados para ser esos asesinos. Y hacer desaparecer gente era su trabajo años atrás, desaparecerlos, torturarlos, matarlos…, todo para asustarnos, para amedrentarnos. ¡Sin dudas lo consiguieron!, ¿no le parece, doctor?

 

Bueno, pero yendo al grano, le cuento cómo fue la cosa, que es lo que usted me está preguntando. Después de desaparecido mi hijo, comencé a buscar por todos lados. Usted no se imagina lo que yo hice, las puertas que toqué, la cantidad de gente que vi. Con las otras compañeras del grupo empezamos a buscar con lupa, como detectives; y eso nos llevó a visitar cantidad de veces destacamentos militares. Al principio nos atendían bien. Eran unos hipócritas, por supuesto, pero al menos nos recibían. Con sonrisas falsas, totalmente fingidas, nos decían que no sabían nada, que jamás se hubieran imaginado que pudiera desaparecer gente de esa manera, que el ejército no tenía nada que ver con todo eso.

 

Así nos tuvieron durante varios años. Una se daba cuenta que eran todas asquerosas mentiras, pero nunca nos terminábamos de convencer que los desaparecidos podían estar muertos. Me imagino que usted debe saber eso, ¿no, doctor? Uno siempre se autoengaña en estas cosas, quiere creer que la realidad no es así de dura, que el desaparecido puede volver, que quizá está preso y en cualquier momento lo van a soltar, o que está en otro país y alguna vez va a regresar… Yo, como le decía, pasé años esperando así. Cada ruidito de la puerta me sobresaltaba pensando que era el Huguito que volvía. Hoy día, la verdad, aunque secretamente en el fondo de mi corazón no perdí las esperanzas, ya me doy cuenta que no es muy posible que regrese. Pero así se le van los años a una: esperando y esperando. Y con eso se logra lo que ellos quieren: postrarnos, maniatarnos, sacarnos de combate.

 

Bueno, lo cierto es que con el tiempo nos fuimos decepcionando en nuestra espera y en nuestras conversaciones con funcionarios y militares. ¡O fuimos abriendo los ojos!, que no es lo mismo. Y terminamos por irnos dando cuenta de cómo eran las cosas.

 

Los militares que nos atendían lo único que hacían era ganar tiempo. Nos daban excusas, y nada más. Jamás tuvieron la más mínima intención de averiguar nada. ¿¡Cómo iban a averiguar si eran ellos mismos los que nos estaban desapareciendo nuestra gente!?

 

Entre tantas visitas que fuimos haciendo, quien más veces me atendió a mí fue este tal García. Cuando comencé a contactarlo él era coronel. Al principio era particularmente amable. Incluso hasta llamaba la atención su cordialidad. Con las otras compañeras comentábamos eso: era particularmente dulce, nadie se lo podía creer. Recuerdo que siempre hacía lo mismo: en presencia nuestra agarraba el teléfono y llamaba, o hacía como que llamaba no sé a quién, supuestamente para averiguar. A los gritos, fingidos por lo que ahora me doy cuenta, pedía explicaciones a alguien, exigía que averiguaran, repetía el nombre de nuestros hijos. Era un verdadero actor.

 

Le juro, doctor, que yo, igual que muchas de mis compañeras, al principio nos lo creíamos. Era tan convincente en su actuación que parecía todo cierto. Pero al poco tiempo empezamos a ver que era todo falso. Jamás había pistas concretas, jamás avanzábamos nada en las averiguaciones. Siempre nos estrellábamos con el silencio más absoluto.

 

Este coronel García, lo peor de todo, es que tenía una actitud que hasta convencía. Pero ahí estaba el juego: hacía de bueno, pero en el fondo fue quien más nos distrajo, quien más nos engañó. Así nos tuvo ya ni recuerdo cuánto tiempo: años creo yo. Después fuimos dejando de verlo. Pero yo, aunque me lo desaconsejaron en la organización, ya como cosa mía, volví a verlo varias veces en forma personal.

 

Y ahí me fue naciendo la idea, doctor. O sea que esto que hice no arrancó ahora, no fue algo improvisado producto de la pasión, de una reacción visceral. Si quieren creer que estoy loca, que actué llevada por algún demente impulso criminal, bueno, créanlo. No sé qué dirá usted, doctor. Me imagino que si me está tratando en un hospital psiquiátrico en el medio de todas estas pobres mujeres desquiciadas, me tendrán a mí también por una más de ellas. Bueno, para la psiquiatría, para el sentido común, quizá lo sea. Pero le aseguro con toda la claridad de mi mente y la decisión profunda de mi voluntad, le aseguro con el corazón en la mano, doctor, que lo que hice no estuvo guiado por ningún acto de locura. Fue una decisión racionalmente tomada, muy sopesada, muy equilibrada me atrevería a decir.

 

Yo pedí justicia durante años. Igual que a mí, a todo el grupo de madres no se nos tomó en cuenta, se nos desestimó, llegaron a tratarnos de locas. Y nosotras, doctor, le aseguro que no somos ningunas enfermas que vemos visiones. Somos todas, salvo algunas muy pocas excepciones, mujeres humildes, mujeres de pueblo, amas de casa, gente que no le hizo nunca mal a nadie, y a quienes la vida, bueno: ¡no la vida, sino esta guerra civil que sufrimos donde el ejército salió en defensa de los ricachones y poderosos!, a quienes toda esta represión feroz que se desató en el país nos arrebató nuestros hijos.

 

Si ellos hubieran sido delincuentes, pues se los debía haber juzgado. Si cometieron algún acto enjuiciable, entonces había que hacerles juicio. Ellos, le guste a quien le guste, eran soñadores que decidieron luchar por un mundo mejor, con más justicia. Y no había ningún derecho a hacerlos desaparecer como se hizo. Más aún: es un delito en sí mismo haber hecho todo eso desde el Estado, con la plata que nosotros pagamos como impuestos. Y lo peor: ese mismo Estado nos dio la espalda, no nos protegió, nos robó a nuestros muchachos y encima nos trató de locas, nos hizo a un lado, nunca nos dio respuesta. ¡Mucho menos justicia, por supuesto! Y finalmente terminó por agredirnos, por querer meternos presas a nosotras, por llamarnos desestabilizadoras y no sé cuántas estupideces más.

 

Yo, de católica que soy –aunque cada vez menos después de esto o, por lo menos, creyendo cada vez menos en la iglesia– no puedo aceptar esta injusticia. Si mi hijo no hizo ningún delito, si él era una buena persona que no quería el mal de nadie, ¿por qué fue tratado así? ¿Entiende lo que le quiero decir, doctor? ¿Realmente se da cuenta lo que le transmito? Yo no estoy loca: estoy muy consciente, absolutamente consciente de lo que hice. Se supone que los ciudadanos comunes no tenemos que tomar la justicia en nuestras manos, que para eso existe el Estado, la ley, los jueces. O, en todo caso, la justicia divina deberá intervenir. Pero como en esta última ya no creo mucho, y viendo que la justicia ordinaria nunca llegaba, que por el contrario nosotras íbamos quedando cada vez más en el lugar de victimarias y no de víctimas, tomé la decisión.

 

No lo hablé con ninguna de mis compañeras, lo reconozco. Quizá en ese sentido podría decirse que fue un impulso medio loco, si quisiéramos verlo así. Dado que estaba en un grupo de derechos humanos, debería haberlo hablado con mis otras compañeras. Puede ser. Pero así me salió hacerlo, doctor. Estoy segura que si lo comentaba, aunque todas las otras madres también hubieran querido hacerlo, la prudencia institucional hubiera recomendado no llevarlo adelante. En términos políticos quizá no era lo más adecuado. Aunque si uno lo ve desde el punto de vista moral: ¿por qué ellos sí podían hacer esas atrocidades, impunes, y nosotros, el pueblo, sólo tiene que aguantar? ¿Le parece moral eso, doctor? Y después se llenan la boca hablando de libertad, de democracia, de progreso. ¡Hasta de paz hablan los muy cínicos! ¿Usted puede creer eso, doctor?

 

Bueno, de esa manera fui tomando la decisión y empecé a preparar todo muy tranquilamente.

 

No se crea que fue fácil. ¡No, para nada! Estuve más de dos años preparando las condiciones. Empecé a seguir a este coronel García, a estudiarlo, a investigar cada detalle de su vida. Estaba segura, y sigo estándolo, que hacer justicia con él solo, con su persona, no es la solución. Pero ¿qué otra cosa se podía hacer? Todos los pedidos judiciales que hicimos, que fueron numerosísimos por cierto, quedaron olvidados quién sabe dónde. La única manera de hacerles algo, así sea algo mínimo, era tocar aunque sea a uno de ellos en esta forma personal.

 

Así nació la idea, y de esa forma fui haciéndola crecer lentamente. La fui madurando, podría decirle, porque no fue algo loco de decidirlo y al día siguiente hacerlo. No, no; no fue así. Me llevó tiempo.

 

Empecé a seguir, a investigar, a estudiar a este fulano, el tal coronel García. Él tenía dos hijos: un varón y una mujer. El varón también militar. Estuve estudiándolo por años, créamelo doctor. Luego vino su ascenso a general. Luego vino la ley de indulto para todos los militares. La gloria para ellos, el dolor para nosotros. Los de la limusina siempre siguieron igual: la guerra no les afectó mayormente. O no les afectó nada, porque siguieron tan ricos como siempre, y encima ahora con un país libre de delincuentes subversivos, como decían, y con una población asustada, quebrada. Y los militarotes volvieron a sus cuarteles llenos de medallas y honores. ¿Por qué nosotras tenemos que seguir sufriendo entonces? ¿No somos todas y todos hijos del mismo Señor, para decirlo como católica? ¿Qué mal hizo mi hijo, o hice yo como madre, para merecerme todo esto? ¿Por qué seguir viviendo toda mi vida, lo que me quede de esta triste vida que llevo, con esa sensación de dolor, de derrota, de impotencia? Más aún: de humillación, porque ahora cada vez que sale el tema de los desaparecidos aparecen con que hay que dejar el pasado atrás, que ya no toquemos ese tema, que el país necesita reconciliarse y no sé cuántas taradeces más.

 

Bueno, lo cierto es que fui juntando todo: cólera, frustración, dolor, resentimiento, sed de justicia si usted quiere decirlo así. Y finalmente lo hice.

 

Como era imposible llegar a los hijos del ahora general García, siempre con custodia, bien protegidos, apunté a sus nietos. Tiene varios. La nenita me pareció la más adecuada. Tenía cuatro años. Y como le decía, averiguando todo sobre él y su familia, supe lo de la fiesta de cumpleaños que iban a hacerle en ese club. No me pregunte los detalles porque no vienen a cuento ahora, doctor; lo cierto es que logré que me contrataran como ayudante de cocina en el salón donde iba a tener lugar la fiestita de la niña. Y una vez allí fue fácil. Nadie sospecharía nada en especial de una vieja mal vestida, una empleada doméstica, una humilde trabajadora que peina canas. Así que, apretando los dientes y pensando solamente en mi Huguito, le hundí como una docena de veces el cuchillo a esa niña. Ella no tenía nada que ver, seguramente; pero fue necesario hacerlo. ¡Fue justicia!

 

Tomado de su libro "Historias dulces color de rosas", de próxima aparición.


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soy como el clavo, que aun viejo y oxidado, sigue siendo clavo

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