Mirta Sofía Brey (Desde Buenos Aires, Argentina. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
La ventolera le ahuecaba la campera y le despeinaba los rulos que antes de salir había acomodado y alisado con grasa para el pelo. Le golpeaba la cara como la paleta de una hélice, pero tenía el mérito de secar la vereda húmeda después de la llovizna. No se afanó en contrarrestar el empuje con la fuerza de sus piernas porque le sobraba tiempo. Salió de su casa a las cinco y media para estar entre los primeros aspirantes al laburo de empleado de comercio anunciado en el diario. Lo compró antes del desayuno, no bien se abrió el kiosko, a las cinco. Era todavía noche cerrada y los halos de los faroles transpiraban una luz mortecina.
No se hacía ilusiones, siempre habría alguien más competente, con más experiencia o más simpático que él, pero estar entre los primeros le daba la conciencia de un deber cumplido.
En la cola ya había más de diez candidatos. Los campaneó con disimulo pero no sacó nada en limpio Tenían la pinta de cualquier muchacho modesto, algunos mas acicalados que otros. Encendió un cigarrillo y se decidió a romper el silencio porque ayuda a entrar en calor. Comentó que en el aviso no se precisaba si había que tener título o solamente experiencia. Le contestaron al unísono el de adelante y el que acababa de llegar: ¡Por supuesto, hace falta un título, por lo menos secundario! Se abrió el debate sobre lo difícil que era conseguir laburo, el tiempo y el sacrificio que suponían las largas horas de cola para volver con vagas promesas y a veces sin promesas. La conversación se generalizó y convirtió en una masa intrincada de sonidos informes que costaba separar en palabras o frases coherentes, pero de claridad meridiana en cuanto a la protesta y el desencanto, el apremio y la desesperanza.
Mientras los demás se animaban enzarzándose en discusiones políticas o confidencias personales, él prefirió guardar silencio para oír mejor. Le interesaba conocer la opinión de los otros, su situación, la forma que tenían de masticar su infortunio, sus aspiraciones, sus utopías o frustraciones, su capacidad de arrodillarse en busca de clemencia o comprensión, su manera de auscultar el mundo y las cosas que creían descubrir. Le cautivaban especialmente los disparates, todo lo que escapaba a la monotonía revelando un flujo vital que supera la resignación o el sonambulismo.
El único desatino que oyó era casi un lugar común: "Si acá no me toman tendré que mendigar hasta juntar para un pasaje de avión a Europa, o por lo menos a San Pablo". Quienes estaban cerca adornaron la idea: "A Brasil se puede llegar en ómnibus. Unos días a la salida de La Medalla Milagrosa y estás hecho". "No, allí no, que es de barrio de medio pelo. Elegí una en el centro o en un barrio distinguido".
Los lugares comunes lo sacaban de quicio. Eran como ver girar la bola de la ruleta sabiendo que siempre se pierde. Se aferró a su silencio porque no se le daba el debate vacío, terminaría en discusión áspera o en pelea. Sabía que era poco tolerante con la imbecilidad de mala fe. La otra la soportaba pero no siempre podía discriminar si era de buena o mala fe. Dejó que su cuerpo gesticulara con apariencia de participación mientras su mente volaba de vuelta a casa, donde el vórtice de su angustia lo obligaba a regresar.
Encontró a su hermano, la frente brillante por el sudor, los ojos tercos empujando una viga del techo del alero trasero. Quiere dejar la casa en buen estado antes de irse. Una preocupación menos para sus padres, en quienes la gotera ha despertado terrores irracionales, como el de morir sepultados bajo los escombros. Se ha propuesto pintar todo el interior y reparar las canaletas, con un sistema más moderno para recoger el agua de las lluvias. Roberto fue siempre hábil con sus manos y fuerte, capaz de entender el funcionamiento de cualquier aparato o máquina, arreglar desperfectos, instalar sistemas eléctricos o informáticos y hasta de construir muros y muebles. Pedro, en cambio, poco hábil y de apariencia vulnerable, respondió mejor a las exigencias del sistema escolar, por eso lo instaron a estudiar. Sonrió pensando en Roberto: seguro que se abrirá paso en cualquier lugar del mundo. Recordó su rostro trémulo de entusiasmo cuando le anunció que finalmente le habían otorgado un pasaporte que le permitiría viajar y ganarse la vida en Europa. Más de una vez se preguntó por qué eran tan diferentes. ¿Habría preferido ser como su hermano, dueño de su futuro, dispuesto a arrostrar la incertidumbre, de empezar a vivir otra vez sin detenerse ante el pasado? No estaba seguro, la quietud y la reflexión le resultaban más mullidas, más de acuerdo con sus necesidades físicas, como una fuente de calor en un desierto polar. Pedro se sumergía en el pasado, buceaba en él, se perdía con delicia entre los recuerdos felices y se martirizaba con los dolorosos.
El frío le entumecía los músculos y lo devolvía a su cuerpo, que reconocía con cierto extrañamiento en medio del bullicio de la cola, donde habían comenzado las protestas por el retraso en abrir las puertas. "En el diario decía a las siete. Si nos dejaran entrar estaríamos a resguardo del viento. ¿Por qué les molesta que esperemos adentro? No creo que les falte espacio", decía uno de los que habían llegado más temprano y estaba cuarto en la fila. Los demás le hicieron coro y él también. La crítica era una reacción, un avance con respecto a la resignación. "Hay gente adentro, se oyen voces y vi entrar a varios por la puerta que está cerca de la esquina. Hay que ser hijo de puta para dejar que nos congelemos con tal de no compartir el calorcito con los pobres desocupados", intervino con acento indignado. Alguien sugirió que empezaran a golpear la puerta, pero los primeros de la fila acogieron la idea con reticencia. No se animaban a manifestar su desaprobación con hechos.
Desilusionado por la falta de coraje, volvió a sentir su cuerpo en las pulsaciones de la vena del cuello. Se agitó y lo asaltó la necesidad de saltar para que la sangre circulara y espantara el frío. Otros lo imitaron. Uno de más atrás empezó a cantar "Abran, abran, abran que aquí estoy yo". Un coro de voces desentonadas se levantó de la fila acompañando la del chistoso, histriónicamente atiplada. Pedro dejó que el coro y sus saltos acunaran su decepción. Sentía que se marchitaba su impulso gregario. El ruido lo inducía a aislarse, lo obligaba a perderse en sí mismo, a volver a su inmanencia.
"Decidite a venir conmigo. Te pago el viaje, tengo lo suficiente. Una vez allá, conseguiremos trabajo. Los viejos se las arreglarán bien y con lo que nosotros les mandemos, tendrán lo que nunca pudieron comprarse. A medida que la edad aumenta las necesidades se achican. No te preocupes". Roberto era de los que vivían apostando. Él no. O quizá apostaba, pero dentro de sí mismo, sin que sus apuestas involucraran a otros.
Se preguntó si eso se llamaba cobardía, estrechez de perspectivas, miedo a lo desconocido. Roberto lo llamaba dejadez. Él lo sentía como un tejido de cosas que dibujaban su identidad y lo amarraban a ella: el tilo frente a su casa, amigos como el flaco Juan, las sillas del comedor, el diario con sus avisos y sus malas noticias, Ruth con sus ojos de asombro y su libro bajo el brazo, el delantal de la vieja, el cigarrillo del viejo, las baldosas del patio, el retrato de los abuelos. El mundo le parecía demasiado grande, le bastaba con su mundo cercano, con los ojos de la vieja ahogando desasosiego, sorpresa, temor, espanto, desde que Roberto le anunció que se iba a Europa. Él apartaba la mirada para no verlos porque le atravesaban las sienes como un punzón al rojo. En esos momentos juraba no abandonarla nunca, aunque tal vez se hubiera forjado un pretexto para no alejarse de la quietud del barrio, de la seguridad que da el amor de los viejos y el de Ruth. ¿Debía avergonzarse de ser como era, de pertenecer a ese mundo estrecho y no a otro desmesurado que no podía abarcar?
La gritería se intensificó y dio ritmo a los saltos. De repente, apareció en la esquina una patrulla de la policía, con cascos y armada. Al verlos llegar el jolgorio se convirtió en asombro y no tardó en disolverse en un tufo de miedo. Se les acercó el mandamás de la patrulla preguntando a qué se debía tanto alboroto. Pedro se adelantó para explicar que no había disturbio sino que saltaban para ahuyentar el frío.
"Más que saltar, están armando una gritería y molestan a los vecinos", respondió el policía con gesto adusto. "Hemos recibido una queja por el ruido. Nada de manifestaciones y menos a esta hora."
"Muchachos, el patrón no quiere que cantemos. Acá no hay vecinos que duermen sino galpones y oficinas, empleados y obreros que apenas están llegando. El patrón se quejó" comentó en voz alta mirando de reojo al oficial de policía, que retrucó con sorna "No te hagás el vivo que te puede costar caro".
La patrulla se fue no bien se hizo absoluto silencio. La cola parecía la entrada de los pibes a clase cuando el director los mira, sólo que nadie les abría la puerta. Sin sus voces, la calle, los árboles, la gente, la atmósfera se habían vuelto materia inorgánica, como ellos mismos, obligados a esperar en suspenso, acorralados en un tiempo impotente. La mañana se abría, todo empezaba a tomar forma, pero permanecía estático, como congelado en un silencio inerte.
Volvió a sus meditaciones secretas, porque ese silencio lo deprimía más que el callejón sin salida de su propia vida, de la vida de todos los desocupados que formaban fila allí y en cualquier lugar. Estaba recomponiendo el cuadro, barajando la posibilidad de irse con su hermano, cuando se abrieron las puertas y dejaron entrar a los diez primeros. Quedó encabezando, detrás suyo había más de cincuenta, calculó, porque se perdían en la esquina. Entre ellos, unas cuantas mujeres. Veía una con menos abrigo del necesario; temblaba de frío mucho más atrás. Sintió estallar sus nervios como una copa que se hace añicos. Dejó su lugar para acercarse a ella y ofrecerle cambiar el puesto, para que entrara en la próxima tanda. Finalmente, ese laburo no valía los huesos helados de la chica. Ella lo miró asombrada, sin comprender. Ni siquiera fue capaz de mostrar agradecimiento, los grandes ojos fijos en él, que sonreía encogido, como avergonzado. Sin tocarla, extendió un brazo hacia el comienzo de la cola y dijo que el puesto de trabajo le interesaba poco. Ella habría querido expresar su reconocimiento con una frase versallesca ("su gentileza me conmueve hasta el fondo de mis entrañas") pero sólo atinó a murmurar "gracias" y se dirigió al comienzo de la fila, junto a la puerta de entrada, que en ese momento se abría exhalando el calor interior.
Al salir, se le acercó para agradecerle de nuevo y comentarle que la entrevista había sido muy corta, pues se trataba de un puesto que requería dotes de mando y por eso preferían un hombre. Le dio la mano con efusión y partió con paso nervioso y rápido, como quien es esperado para una cita importante.
Pedro la miró alejarse admirando sus piernas bien torneadas y su andar elástico. Le gustaban esas chicas que peleaban la subsistencia sin perder el orgullo, sonriendo a la adversidad, capaces de evaluar de una ojeada a un tipo desconocido y de asimilar el fracaso sin poner cara de víctima.
Ruth era así y ella tampoco quería irse. Viajar sí, como no, cuando hubieran superado la desocupación y pudieran reunir unos pesos. Tal vez nunca, eso era lo de menos. Podría convencerla, o mandarla llamar cuando juntara para el pasaje. Roberto se lo había sugerido. Respiró con fruición, el aire parecía más clemente a medida que avanzaba la mañana.
Roberto pertenecía a otro mundo, el de la libertad, el del movimiento sin pausa, no sabía estar sentado y reflexionar, vivía de impulsos incontenibles y arrostraba las dificultades con una energía que era su verdadero placer, el de gastarla en cada instante. Sin embargo, es posible que tuviera razón, que los mejores años se evaporaran en esperas y frustraciones, en colas interminables, en desvaríos e ilusiones que no dan de comer. "La vejez y la miseria son como la basura y el calor: cada uno acelera la pudrición del otro", decía su hermano. "Nuestros padres, por suerte, no están en la miseria, tienen la casita y unos pesos guardados. Pero en su tiempo había trabajo y con esfuerzo se podía. Hoy, sin trabajo, nos comeremos sus ahorros".
La mañana avanzaba con destellos de sol que apenas compensaba el cansancio de más de tres horas de pie maltratados por el frío. Volvía a estar entre los diez primeros. Los que salían no tenían cara de triunfadores, más bien de desgraciados a quienes la suerte vapuleaba sin compasión . Trataban de no mirar a los que soportaban el plantón mientras tomaban distancia hacia la parada de un medio de transporte. Alguno que otro mostraba un rostro esperanzado y contestaba a los ansiosos interrogatorios con aire de no creer en las promesas de ser citado para una segunda entrevista. Él no los oía, ya había pasado por tantas entrevistas y esta sería igual. Pensaba en los suyos.
Roberto, que nunca había querido estudiar, ahora leía gruesos libros de historia de Roma, para no pasar vergüenza si le preguntaban cosas que todos los que tenían su pasaporte debían saber. También seguía un curso acelerado de italiano. Le había contado la leyenda de la loba y Rómulo y Remo, sabía los nombres de los emperadores romanos, hablaba de Virgilio y de Dante y cosas por el estilo. Los viejos lo miraban con admiración y comentaban que nunca acabaría de sorprenderlos. Él sabía que, en el fondo, sufrían y que su sufrimiento se ahondaba a medida que se acercaba la fecha de la partida. Un dolor tan profundo que apenas lograba emerger de sus ojos acuosos cuyos párpados cubrían con pudor la pesantez del futuro. Pedro, por su parte, seguía estudiando informática, sonreía y bromeaba sobre lo placentero de vivir en un país ajeno, rodeado de gente con la que no se compartía ni la lengua, ni los intereses, ni el pasado ni el futuro, a quienes se les importaba un comino de uno y de todo lo que había dejado atrás.
Trató de pensar en la entrevista que se acercaba sin remedio. Odiaba esos diálogos en los que estaba obligado a hablar de sí mismo y responder con mentiras a sondeos sibilinos o preguntas indiscretas, hasta íntimas, como si pensaba casarse en un plazo breve o si tenía inconvenientes en trabajar los domingos. Su mente abría grandes surcos para tomar distancia y no dar respuestas como "a usted qué le importa" o "qué remedio tengo".
Al salir del lugar con una promesa de ser llamado para una segunda entrevista, después de haber pasado tests de informática y contabilidad, se prestó al interrogatorio de los ansiosos, les dio un par de consejos y decidió caminar unas cuadras para aspirar el aire de la mañana y mirar a los pibes salir de la escuela de medio turno, el guardapolvo manchado o desgarrado, gritando y amagando peleas, con cuadernos y libros en pesadas mochilas. A unas cuadras de los galpones, talleres y oficinas, había casas bajas sin jardines al frente, árboles todavía jóvenes, veredas anchas apenas averiadas, una gran plaza con juegos para niños y vegetación rala, desnuda en invierno.
A esa hora circulaba poca gente, era la pausa del mediodía y sólo las mujeres trabajaban en la cocina preparando el almuerzo. Entró en el primer bar que se le cruzó, donde dos parroquianos aburridos leían el diario y le daban charla al dueño. Pidió un café y abrió su propio diario para informarse de los más recientes escándalos. El de los medicamentos truchos administrados a cancerosos había destripado sus entrañas hasta una náusea que desbordaba del fondo de un basural.
Roberto decía que este país no tiene remedio. El viejo opinaba que sí, pero que hacía falta fuerza, coraje y convicciones que orientaran dentro de la maraña de mentiras políticas. Al dejar atrás todo lo que más quería, Roberto asumía una redención, tal vez la de toda la familia, aunque su sacrificio le pareciera una aventura o un desafío que habría de completar su propia identidad de luchador y de sobreviviente. Por eso lo respetaba. Él, Pedro, estaba despojado de afán de redención, su propio capullo lo liberaba del miedo al futuro procurándole la miel que alimentaba la esencia de su persona, su identidad.
Salió del café y siguió a pie respirando el aire entibiecido por el solcito mañanero. Sentía las piernas livianas y tenía ganas de correr. Si seguía a ese paso llegaría hasta la parada del segundo colectivo a pie, se ahorraría un boleto. Desde que se jubiló el viejo estaba declinando, como atrapado en un desánimo que lo empujara cuesta abajo. ¿O era desde que Roberto anunció que se iba? La vieja, en cambio, con la jubilación se puso más activa, más jovial, tenía más ganas de salir, de ir al cine, de ver a las amigas. Sólo se había ensombrecido después de la noticia de Roberto. Pedro quería decirle "Yo no me voy, mamá, siempre estaré con vos." Porque ahora sabía que no se iría, ni aunque le prometieran una loba que lo amamantara hasta el hartazgo. No era por cobardía, porque se necesitaba valor para quedarse en esa lucha cotidiana desesperada y desesperanzada y, si aun le sobrara un poco de energía y coraje, entregarlo a los otros, a los que conocía de siempre y por eso quería, porque ellos eran su propia causa. Aunque se sintiera impotente, aunque no le quedara ningún pensamiento ni ninguna invención, aunque no alcanzara el mínimo de sus aspiraciones, no podía renunciar ni darse por vencido. Le hacía falta respirar el aire de su barrio, sentir en su piel la tibieza del contacto de su gente, morder la vida en el espacio que le pertenecía por haberlo pisado desde que aprendió a caminar, aunque un gusto amargo le raspara la lengua.
Entró a su casa mucho después del mediodía. Lo recibió el olor a asado que el viejo había guardado para él. La madre se acercó a la mesa puesta y Pedro le comentó que tal vez lo llamaran para una segunda entrevista.
--
soy como el clavo, que aun viejo y oxidado, sigue siendo clavo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario