Ian Welden (Desde Copenhague, Dinamarca. Colaboración para ARGENPRESS CULTURAL)
1
Desde las entrañas de Chile brotó la Nana.
Su destino estaba escrito en las leyes: No todos los chilenos son iguales. Algunos están destinados a mandar y la mayoría a servir.
Era una niñita de diez años de edad cuando llegó a Santiago con su bolsita de ropa, un espejo y una peineta. Se llamaba María Soto Luna y le faltaba un ojo.
Ella soñaba. ¿En qué soñaría? ¿En una muñeca, un vestido nuevo, amigas? ¿En jugar?
Llegó a la poderosa casona de una familia feliz y adinerada. ¿Le enseñaron a gritos a despejar la mesa, darle los suculentos restos de comida a los perros, barrer los pisos y encerarlos, y a sentarse sola en la cocina a comer su comida mientras los patrones tomaban coñac y fumaban habanos y Lucky Strike en el living?
Le asignaron un cuarto pequeñísimo y sucio al lado de los perros. Jamás colgó un cuadro. Puso si una estatuilla de la Virgen María en su velador y ahí, en la inmensa soledad del universo se quedaba dormida. Y soñaba con su pueblito de casuchas pintadas con cal, en valles y bosques y montañas y en la mamá que murió cuando ella nació.
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¡Sorpresa y alegría! La patrona estaba embarazada y dio a luz a una perfecta guagüita de pelo y ojos negros y blanca como la nieve. Una blancanievecita. Y María la adoró. Le enseñaron a limpiarle la caca, a darle el biberón porque la patrona no tenía leche y lavar los pañales. La patroncita fue bautizada Lucía Jane Mary Johnson Larraín pero la Nana no fue invitada al pomposo bautismo. Se quedó en la casa haciendo sus labores y pensando en Luciita a quien ya amaba como si fuera su hermana menor.
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La Nana no recibía sueldo. Qué iba a ser una rota mocosa con dinero? Techo comida y trabajo. ¿Qué más quiere? ¡Carajo!
Lucía se transformó en una dama cuya belleza quitaba el aliento a los hombres. Nana le escobillaba su cabellera larga y negra como el ébano, la vestía, le hacía la cama y también las camas de los patrones además de pasar la escoba por toda la casa, encerar los pisos, atender a los patrones, preparar los pisco- sowers para el aperitivo, cocinar el almuerzo, servir el almuerzo de tres platos y postre y cafés, lavar la losa, limpiar la cocina y ver que a los perros no les faltara agua o comida.
Los patrones se pusieron viejos por supuesto. Doña Lucía conoció a un funcionario de la embajada inglesa y se casó. La Nana tampoco fue invitada a la ceremonia, pero tuvo el agrado de vestir a la señora Lucía de blanco y prepararle su ramo de flores. Que dicha para Nana que daría su otro ojo por servir a Doña Lucía.
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Lucía mi madre, tuvo cuatro hijos. Ahí conocí a la Nana, quién fue una segunda madre para mi. Sus órdenes eran ley. Mis abuelos, mi madre y mi padre le dieron autoridad sobre nosotros los niños. Y sobre la otra pequeña niñita que llegó a la casona con un bolso lleno de ropa e ilusiones. Se llamaba Bernarda.
Ernest bebía a escondidas y el patrón lo hacía en público.
La Nana le cantaba a Don Charlito para hacerlo dormir:
Estaba la pájara pinta
sentadita en un limón.
Ay ay ay sentadita en un limón...
Ahora aquí debo detenerme a pensar. Qué estoy haciendo? Estoy hablando de mi padre y de mi abuelo. De mi madre y de mi abuela. Mi familia. Gente amada y venerada por mí. La Nana era parte de mi familia, mi segunda madre. Y Bernarda era como mi hermana mayor. Yo tendría seis años de edad cuando comencé a ver más de lo permitido. Me rebelé contra la § Nr. 1 en silencio. No se lo dije a nadie hasta que cumplí los quince años. Ahí comenzó el intríngulis social, como cantó Víctor Jara.
Pero mi abuelo era jovial, cariñoso y generoso conmigo.
Mi abuela me protegía como una Ángel de la Guarda.
Mi madre se habría sacado el pan de la boca para dármelo a mí.
Y mi padre era manso como una gacela, asombrosamente ingenioso y dulce como el azúcar cubana.
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La Nana subió de jerarquía. Ahora trataba a Bernarda como ella fue tratada en su niñez. Y nos gobernaba a nosotros. Aún no recibía sueldo y seguía durmiendo en el miserable cuarto contiguo a los perros. Pero si necesitaba algo, ropa, reparar sus anteojos oscuros, una pomadita, remedios para sus constantes dolores de estómago, solamente tenía que pedirle a Luciita, mi madre.
Seguía comiendo en la cocina, ahora junto a Bernarda y ambas nos servían y escuchaban ocultas tras la puerta las conversaciones de la familia Johnson. Ellas no tenían familias, esposos hijos. Jamás lo tendrían.
El señor Ernest se emborrachaba en cada comida y el Patrón y él discutían agresivamente sobre cualquier cosa.
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Nana odiaba al señor Ernest y él le temía a Nana. Y Don Charlito miraba todo esto con fruición y horror.
¡La Nana compró una radio! Y los niños se la pedían prestada. Hasta que se rompió.
Nunca tuvo dinero para comprar otra. Se quedó sin escuchar las novelas de medianoche. Nana hacía un regalo de frutas de verano para las navidades y a Don Charlito le hacía una torta de merengue para su cumpleaños. Tenía un sobrino, Pedro, quien venía a verla todos los meses. Pedro no era admitido en la casona y tenían que conversar en la intemperie. No era decente, es pardo, decían los patrones.
Nana se enfermaba más y más. Sus dolores de estómago eran insoportables. Vino un médico, de los baratos, a verla. No nuestro medico de cabecera. Diagnosticó histeria. "Es histérica Señora Lucía, no le haga caso". Nana consumía analgésicos como si fueran caramelos. Y tan solo comía una sopa aguada de maizena.
El señor Ernest sacó la foto de La Nana y Don Charlito. Esta que se muestra aquí. Ella siempre le decía a Don Charlito "No mire para atrás Don Charlito; no vale la pena".
El alcoholismo de Don Ernest se puso violento. Fue expulsado de la casona por el patrón y por Lucía. Perdió su trabajo en la embajada inglesa, perdió a su familia. Ahora rondaba por las calles adyacentes a la Estación Mapocho, mendigando en bares y durmiendo en hoteles de mala muerte.
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Nana, a pesar de su histeria seguía administrando la casona. Instruyendo a Bernarda en las labores, enseñándole a los niños a ser buenos cristianos, lavando platos y limpiando suelos. Se levantaba a las cinco de la madrugada a alimentar a los perros y encender las luces y se acostaba a las doce de la noche, luego de despertar a los niños para que orinaran en la bacinica porque se mojaban. Apagaba las luces y se dormía extenuada soñando como siempre con su pueblito, sus valles, sus montañas.
Don Charlito la veía flotar por los oscuros pasillos de la casona, en busca de alguna escoba. Subía la gran escala flotando para hacer las camas por las mañanas. Bajaba las escalas flotando y entraba flotando a la cocina. Le decía a Don Charlito que era porque le dolían los pies pero que era un secreto. Que no se lo fuera a decir a los patrones ni a Luciita.
Bernarda dejó de soñar con muñecas y riquezas. Aprendió rápidamente cual era su posición en la vida. Sin sueldo.
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Como suele ocurrir, la vida transcurrió. Mansa y rápida para los patrones y su familia y muy lenta y escabrosa para la Nana y Bernarda. Los niños crecieron. El mayor se fue para siempre y la Nana lloró amargamente para siempre. Las niñecitas se hicieron señoritas y Don Charlito se transformó en Don Charles.
Las señoritas ya no eran delegadas a la cocina para ayudar a la Nana con las tareas culinarias.
Ahora, aparte de sus deberes colegiales iban a bailes los fines de semanas y tenían novios que generalmente eran compañeros de curso de Don Charles. Aspiraban a casarse y tener guagüitas blancanievecitas.
Una noche cuando mi mamá dormía, yo me desperté con los aullidos de mi nana. Intenté taparme los oídos con la almohada para no saber. Desperté a mi mamá y bajamos las escalas corriendo. La nana estaba en el suelo, en su cuarto. Gritaba como bestia herida. Estaba empapada en su orina y olía a excremento. Yo vomité. Bernarda rezaba un ave maría en un rincón. Me sorprendió su palidez. Ayudé a mi madre a acostar a nana en su cama. Mi madre me pidió que me fuera.
Yo corrí a mi cuarto y me escondí en mi cama y me quede profundamente dormido. No recuerdo donde estaban mis hermanas durante la crisis que se había desatado y que habría de marcar de por vida a mi familia.
9
La nana murió.
Estaba en su lecho con su pelo canoso cuidadosamente peinado y sin sus anteojos oscuros. Le vi su ojo ahora tan muerto como ella, por primera vez. Yo me fui al living y puse el disco Revolver de Los Beatles en el tocadiscos. Mi madre me increpó: ¡eres un desalmado! tu nana está muerta y tu lo único que piensas es en ti mismo! No era verdad. Yo no sabía que hacer ni donde hacerlo. Tan solo tenía la certeza de que ya no era un adolescente. La muerte de mi nana me transformó, para mi sorpresa y horror, en un hombre.
La misa, organizada por Lucía, fue hermosa. El sermón modesto y adecuado a las circunstancias. Muchas flores blancas y un coro profesional cantó el Ave María de Franz Schubert.
El entierro en el Cementerio General de Santiago fue muy extraño. Estaba Don Charles y Doña Lucía. Y los ayudantes. Nadie más. Don Charles abrió la ventanilla del féretro y observó a la Nana. Le llamó la atención que tenía sus anteojos oscuros. ¿Para qué? Lucia y los ayudantes estaban conversando a un lado de la tumba familiar y Don Ian vio a la Nana saludándolo y diciéndole: Iancito, no mires para atrás; no vale la pena.
La encerraron para siempre en la tumba familiar. La lápida de la familia Johnson era impresionante y poderosa. Ahí estaban los nombres de otros cadáveres Johnson Larraín sepultados durante los pasados años. A la Nana le pusieron una humilde piedra apartada de la lápida, la torpe inscripción NANA hizo que Don Ian llorara como si jamás antes hubiera llorado en su vida.
Resulta que la autopsia de mi nana indicó cáncer al hígado. No pudieron detectar la histeria. Y en esos tiempos yo veía a la nana flotar por los pasillos de la casona cantando:
Estaba la pájara pinta
sentadita en un limón
Ay ay ay sentadita en un limón...
¡Ay ay ay!
Ya no me acuerdo de los días posteriores a su muerte. Bernarda asumió el cargo de asesora del hogar y llegó una nueva nana desde las entrañas de Chile. Los valles y las montañas. Y así se sigue repitiendo la historia, ad infinitum.
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soy como el clavo, que aun viejo y oxidado, sigue siendo clavo
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