Alfredo Herrera Flores (Desde Lima, Perú. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
La poesía es un oficio difícil, un arte exquisito, una expresión del espíritu a través de la palabra muy compleja y hasta complicada, en muchos casos también inentendible, pero al mismo tiempo, la poesía es también una manifestación que se hace fácil cuando aflora de manera espontánea y emotiva (los enamorados, jóvenes o no, pueden dar fe de ello). Creo que tienen más razón quienes afirman que la poesía es una muy difícil manera de decir algo.
Así se comprende lo que dijeron, en sus especiales momentos y circunstancias, algunos humanos como César Vallejo: "Quiero escribir, pero me sale espuma/ quiero decir muchísimo y me atollo…" dijo en su poema Intensidad y altura. O como Emilio Adolfo Westphalen, que inicia su "Poema inútil" con estas palabras: "Empeño manco este esforzarse en juntar palabras/ que no se parecen ni a la cascada ni al remanso,/ que menos transmiten el ajetreo de vivir…". O como el oscuro y extremo Martín Adán en ese notable soneto sobre la poesía: "Poesía no dice nada:/ poesía se está, callada/ escuchando su propia voz". Y así puede haber muchos ejemplos, incluyendo al siempre querido Borges que concluye así su poema Mateo XXV, 30: "Has gastado los años y te han gastado/ y todavía no has escrito el poema".
En las propias palabras de los genios entendemos que no es fácil escribir un poema, y quienes nos hemos embarcado en el laberinto de este oficio vano, complicado y por demás arduo, lo entendemos. Pero resulta que hay quienes se han empeñado en hacer aún más difícil este asunto. Los japoneses, por ejemplo, han ideado hace ya cientos de años, algunas formas de manifestar su estupor, sorpresa y asombro por las maravillas que se les presentaban reduciendo las palabras al mínimo. Los haikus, por ejemplo, poemas tan pequeños y simples, con sus tres versos y contadas sílabas, son tal vez los más difíciles de concebir y escribir. Es cierto que tiene sus características propias y trascendencia cultural, pero qué afán de ir poniéndole límites y reglas a las palabras para decir, precisamente lo ilimitado, desmedido, extenso y revolucionario.
Y de otro lado están los antiguos andinos. Los quechuas y aymaras, ya sean incas, collas o chankas, que han usado la palabra para cantar con la misma emoción, fervor y alucinación a sus llamas y a sus dioses, a las almas de sus muertos y a sus piedras, para sanar o para maldecir. Pero es más interesante aún, que estas palabras se hayan traducido en formas y colores, que hoy intentamos leer en los tokapus de los ceramios y el pallay de los tejidos. Más difícil aún que escribir con nuestras propias palabras es convertir esa palabra en tejido, donde buscará su propio camino en un limbo que los humanos aún no alcanzamos a comprender del todo.
La poesía con que William Hurtado de Mendoza se reencuentra esta noche con nosotros, y hace que nos reencontremos con la palabra, parece estar en este espacio sin nombre, en este velado rincón del arte donde los versos escogen y recorren sus propios caminos, como lo hacen en todo momento y lugar las criaturas de un creador. He leído con singular placer el libro "Harawi de los celajes", a pesar de la primera sensación de sorpresa y desconfianza que me causó el enfrentarme a décimas, esa otra manera aparentemente simple, pero muy difícil, de hacer poesía y que, lamentablemente, tiene pocos cultores en la literatura peruana contemporánea.
¿Cómo es que un autor que se expresa con la misma facilidad en castellano y en quechua, y que además tiene como oficio complementario el análisis de textos y la docencia universitaria, ha publicado varios libros de poesía e investigación lingüística, y que transmite un espíritu de expresión libre y abierto, escriba con tanta soltura décimas, medidas y rimadas? No es que no se deba hacer, sino que sorprende.
Ensayo una respuesta. Cuando Pablo Neruda escribió un breve texto introductorio al libro "Piel del tiempo", del prematuramente desaparecido poeta arequipeño Enrique Huaco, hacia fines de la década del sesenta del siglo pasado, dijo: "justo a punto de partir en otro viaje más, el viento me trajo estos versos de Enrique Huaco, que vive no sé dónde, que hace no sé qué cosas. Se ve de seguro que es peruano, por su cantito, por ese canto que viene de lejos". William Hurtado de Mendoza es, a la vista, heredero de ese cantito, ese ritmo, esa cadencia, esa musicalidad que aflora de manera natural en la poesía peruana, y que, obviamente, viene de siglos atrás filtrándose entre la cordillera, entre sus afiladas cumbres, y entre sus verdes valles y profundas quebradas. Este su libro es una bella muestra de esa poesía que mezcla la formalidad de la medida y la rima con la libertad y capacidad de decir mucho más de lo que las palabras permiten:
Entre ayes del cebadal
El verso sus penas deja,
Cambia su antigua queja
Por retorno al quebradal.
Sin esperanza ni nidal
Un harawikuq sin nombre,
Temple de piedra y cumbre,
Que no danza, sino mira,
Que no canta, sino admira
Calla su grito de hombre.
Así dice el poema, o décima, 45.
La décima es una antigua forma de manifestarse, de decir algo. Casi todas las culturas, de una u otra manera, la han practicado. La décima ha pasado del canto al texto, pero ha mantenido el tono y el ritmo que le impone su estructura, además de la picardía heredada de sus cultores, casi siempre trovadores e improvisadores que practicaban su arte al margen de los formalismos y academicismos. William Hurtado de Mendoza ha sabido combinar estas características formales y ha abierto una interesante manera de presentarnos una historia, una fiesta.
Los ciento cinco poemas, o décimas, transcurren a lo largo del libro como una fiesta andina, como una celebración o un rito. Pero sabemos que las actuales fiestas y ritos andinos, ya conocidos como costumbres, son una mezcla de manifestaciones que se han cuajado en la fragua de la simbiosis cultural y que a su vez nos han dado una identidad. De la misma manera, "Harawi de los celajes es el resultado de esa asociación, esa conjunción de la poesía escrita en castellano, bajo las normas, medidas y rimas que manda el idioma, y con ritmo, emoción, picardía y sabiduría de la cultura andina.
La décima 66 dice, por ejemplo:
A San Isidro Labrador
Le pido con voz andina
Que tu risa que ilumina,
Calme herida y ardor.
Pido acabe el sudor
E ilumine tu risa
El paso de la muliza,
Pido a Judas bendito
Arrodillado, contrito,
Nos devuelva tu sonrisa.
Otro ejemplo: la décima 39:
La chola tiene en su danza
El brillo de mil estrellas
Y de las auroras bellas
Celajes con esperanza.
Con falda de luz avanza
Y lliklla de fino orgullo;
Tez de seda y arrullo;
Paisajes tiene su manta,
Un arco iris que canta,
Un corazón en capullo.
Este último poema, o décima, me lleva otra idea que me parece interesante a raíz de la lectura de este libro. Decíamos que los antiguos peruanos habían plasmado su literatura en los tejidos, y que podía leerse historias completas en el pallay de los tejidos. El libro de William Hurtado de Mendoza da la sensación de haberse escrito como quien la va dando forma a un tejido andino. Usa elementos occidentales (metro, medida y rima en español) y los entreteje con el espíritu andino (el canto, la fiesta y el rito) y obtiene una ofrenda a los dioses. "No canto por pan ni cobre/ el cantar es mi derecho", dice en su primer poema, y en el último se despide así: "Tiende el cielo su manto/ sobre esta noche bella,/ partiré con la estrella…".
Y como en un textil, donde los colores y las formas van formando un todo, Hurtado de Mendoza ha tejido un poema a lo largo del libro, del textil, del poema o de la fiesta, hay loas, lamentos, reclamos, adulaciones, piropos, oraciones, música y hasta cuetes, hay reflexión, pasión y meditación, como hay belleza y mitología. Este poema es, pues, un rito, un textil, una ceremonia.
Harawi de los celajes es un libro que no solo invita a la lectura, sino también a la fiesta, a la celebración. Es una invitación que me tomo la libertad de extenderla a ustedes a través de esta aproximación, a este intento de interpretación, pues en realidad, al margen de mis limitaciones académicas y erudición lingüística, tomo partido por el festejo, el disfrute y, si fuera posible, por el desmedido derramamiento de palabras.
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soy como el clavo, que aun viejo y oxidado, sigue siendo clavo
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