Predicar con el ejemplo
Ambrosio Fornet • La Habana
Fotos: Liborio Noval
Creo que no hubo un solo lector de Pasajes de la guerra revolucionaria que no se sorprendiera al descubrir uno de los rasgos menos conocidos de la personalidad del Che, el que se pone de manifiesto en su relato "El cachorro asesinado". Es un rasgo característico de ese tipo de sensibilidad que solemos llamar "sentimental" cuando nos atenemos a la primera acepción del término: "Que expresa o suscita sentimientos tiernos". Sabemos que el Che era muy aficionado a los perritos, tanto que Lidia, su mensajera de la Sierra, había decidido llevarle uno de regalo cuando ella se dispuso a trasladarse a El Escambray, donde debía servirle de enlace con el movimiento clandestino de La Habana. (Al trágico destino de Lidia y su compañera Clodomira ―la mensajera de Fidel—, víctimas ambas de una delación, se han referido el Che, varios periodistas y, con los recursos propios del cine, Enrique Pineda Barnet en Aquella larga noche.) Lo que nos resultaba más curioso a los lectores de "El cachorro asesinado" no era el hecho en sí, descubrir aquel rasgo en una persona a la que mirábamos como se suele mirar a los héroes ―seres compactos, hechos de una sola pieza―, sino el darnos cuenta de que aquello había sido narrado muy hábilmente, casi me atrevería a decir con mucha malicia literaria, inspirándose tal vez en la clásica técnica del iceberg, esa masa que sobresale de la superficie, pero cuya verdadera dimensión siempre queda oculta.
Que el Che poseía dos virtudes propias del oficio de escritor ―el gusto por la lectura y la capacidad de observación― lo supimos desde que empezamos a leer Pasajes de la guerra revolucionaria: a raíz del desembarco del Granma, al sentirse herido y suponer que todo terminaría allí, cercados como estaban por las tropas de la tiranía, el Che reaccionó evocando una de sus lecturas, "un viejo cuento de Jack London donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida"; y en medio de la confusión provocada por las avionetas que los ametrallaban desde el aire, se detuvo a observar por un instante dos escenas que le parecieron grotescas: la de un corpulento combatiente que trataba de esconderse detrás de una caña, y la de otro "que pedía silencio en medio de la batahola tremenda de los tiros"… Se tiene la paradójica impresión de que al contar situaciones semejantes, el testigo cumple tanto la principal exigencia que se le hace al historiador, la veracidad, como la que se le hace al fabulador, la verosimilitud, porque nadie que aspire a ser creído puede "inventar" cosas tan disparatadas. El Che da fe de su vocación testimonial al pedir al cronista futuro "que sea estrictamente veraz" en sus narraciones, que elimine de sus escritos toda afirmación dudosa o de cuya veracidad no esté absolutamente seguro. Pero es inevitable que aun en las narraciones más objetivas se filtre una buena dosis de subjetividad, la que viene dada por el punto de vista del narrador y por la forma en que este va modulando su relato. Véase el célebre caso de Eutimio Guerra, hombre de confianza de la guerrilla a quien el esbirro batistiano de turno le asignó la misión de asesinar a Fidel, lo que no se atrevió a intentar siquiera, aun cuando cierta noche llegó a dormir junto a él. Al ser descubierto, un día de tormenta, pidió de rodillas que lo mataran; tenía tantas canas en las sienes, notó el Che, que parecía haber envejecido de pronto, y su ejecución casi pasó inadvertida, porque el disparo apenas se escuchó en medio del ruido de los truenos… Narrada así, la historia del traidor tiene algo de patético, parece adquirir de súbito un aura trágica.
En Pasajes de la guerra revolucionaria el espacio de la epopeya se "humaniza" porque coexisten en él las grandezas y las miserias humanas, los héroes y los desertores, los insobornables y los chivatos. A menudo se cuelan ahí el humor y la ironía, relacionados con la situación de escasez y aun de hambre que se padecía en los primeros tiempos de la lucha, cuando aun no había campamentos estables. En algún momento la acción de un desertor le pareció al Che realmente escandalosa porque el miserable se había llevado en su huida "una lata de leche condensada y tres chorizos". Algunos campesinos, obligados por el hambre a comer carne de caballo, "creían estar cometiendo un acto de canibalismo mientras masticaban al viejo amigo del hombre". Al ocupar un desolado lugar de la Sierra del que acababa de retirarse el ejército batistiano, los rebeldes no hallaron allí ninguna señal de vida, salvo "algunos gatos y algún puerco que escapó a la vesania del ejército… para caer en nuestras fauces". A veces el humor se hace burla y el Che lo vuelve contra sí mismo: al disponerse a atacar por sorpresa un cuartel, los perros del vecindario rompen a ladrar y un soldado lo descubre y le dispara; "corrí ―recuerda el agredido— con velocidad que nunca he vuelto a alcanzar". Y más adelante admite que su participación en una escaramuza no tuvo nada de heroica, "pues los pocos tiros los enfrenté con la parte posterior del cuerpo". Por momentos esa actitud se inserta en un contexto verdaderamente dramático, como cuando un intenso ataque de asma le impide caminar, de hecho replegarse ante el avance del ejército, y el guajiro Crespo va en su ayuda y, "con el léxico especial de nuestras tropas", le grita: "Argentino de …, vas a caminar o te llevo a culatazos".
La anécdota de "El cachorro asesinado" es de una sobrecogedora sencillez. La columna del Che ha salido de operaciones. Van a tenderle una emboscada al enemigo. Al cruzar un terreno de viejos troncos caídos y vegetación muy espesa, que dificulta la marcha, sienten a sus espaldas un ladrido lastimero. Es la mascota del campamento, un perrito de caza, de apenas unas semanas de nacido, que ha ido tras ellos y ahora pide ayuda para seguir. Lo trasladan en brazos. Escogen el sitio de la emboscada y esperan en silencio el paso inminente del enemigo. De pronto, el perrito empieza a ladrar. Si continúan los ladridos, fracasará lo operación. Hay que sacrificarlo. El Che se dirige a Félix, su ayudante: "Ahórcalo", le dice. Félix lo miró, recuerda el Che, "con unos ojos que no decían nada" y procedió a cumplir la orden. Nadie volvió a mencionar el incidente. Pero horas más tarde, mientras descansaban y comían en un bohío abandonado, ocurrió algo que el Che no olvidaría. Alguien rasgueaba una guitarra y cantaba una tonada. "No sé si sería sentimental la tonada", dice, "o si fue la noche, o el cansancio", pero lo cierto es que Félix dejó un hueso en el suelo y un perro se acercó mansamente y lo cogió. "Félix le puso la mano en la cabeza, el perro lo miró ―cuenta el Che―; Félix lo miró a su vez y nos cruzamos algo así como una mirada culpable".
Ahí podría terminar la narración, pero el Che siente la necesidad de subrayar que por los ojos de aquel otro perro los miraba a ambos la mascota, "el cachorro asesinado". Y es ahí, justamente, en el título, donde funciona a plenitud la técnica del iceberg. No opera sobre la anécdota, sino sobre los sentimientos del personaje-narrador, sobre una conciencia que podía haber evadido su persistente sentido de culpa simplemente titulando el relato "El cachorro sacrificado", puesto que la crueldad de la decisión estuvo dictada por las circunstancias. Pero eso le hubiera parecido un eufemismo a aquel autor que exigía de sus colegas testimonios estrictamente veraces y que ahora, predicando con el ejemplo, se lo exigía a sí mismo, aunque eso afectara su imagen. Damos así, por cierto, con esa coherencia moral que fue tal vez el rasgo más persistente y admirable de su carácter
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Fernando V. Ochoa
cel 6621 50-83-33
ser como el clavo, que aun oxidado, sigue siendo clavo.
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