Jorge Martínez.
A raíz del intento de hacer desaparecer a la Cía. Luz y Fuerza del Centro y a su sindicato de trabajadores, se ha desatado una feroz campaña contra el sindicato y, en un plano más general, contra las empresas estatales. Se habla de ineficiencia y de corrupción. Y como responsable de estos dos rasgos, se señala al sindicato.
¿Existe corrupción en las empresas estatales? Todo parece indicar que sí y que llega a ser considerable. Pero hay preguntas claves que no se hacen. Por ejemplo: a) en el sector privado, ¿no hay corrupción? b) a nivel de las cúpulas de gobierno, ¿no se ejemplifica a favor de manejos turbios en un contexto de total impunidad? ¿No hay parientes que en menos de un sexenio se han hecho millonarios en dólares? De lo cual podemos deducir: por lo común, lo que se persigue no es a los corruptos sino a los que pueden provocar molestias y problemas políticos. Es decir, en tales casos, el hecho de la corrupción (que no molesta cuando la practican los cuates) se toma como un pretexto pare agredir a los enemigos políticos; b) al interior de las empresas estatales donde sí hay corrupción, ¿qué parte se le puede atribuir a los sindicatos y cuál a la dirección o gerencia de tales empresas? Si tomamos pie de Pemex o de otros sectores, parece muy evidente que la parte más gruesa (80-90%) proviene de las cúpulas gerenciales y no del sector sindical. Lo que suele suceder es que ésta es más evidente y la primera se oculta con cargo a mil subterfugios y no suele trascender a la opinión pública. Por arriba, los negocios espurios se miden en millones de dólares. Por abajo, casi en tostones.
Bien se podría sostener que un enfoque más inteligente (y a la vez honesto) del problema de la corrupción tiene que partir de reconocer, primero, que se trata de un problema nacional, que abarca a la mayoría del cuerpo social. Segundo, que sólo se podrá resolver a partir de una política de drásticos castigos a los que en materia de robos se llevan la parte del león. Es decir, a la cúpula empresarial y política del país. En otras palabras, el ejemplo debe venir desde arriba. Aunque para que así venga el ejemplo, primero habría que cambiar a los que ahora están arriba por sectores sociales que, efectivamente, se interesen por abatir tal mal.
¿Qué sucede con la eficiencia, es decir con la productividad?
Una primera y decisiva consideración es la forma en que se suele medir la productividad.
Por lo común, se toma por productividad lo que conviene denominar "productividad monetaria". En este caso, simplificando al máximo el problema, lo que se hace es dividir los ingresos monetarios de la empresa por el número de horas trabajadas (o bien, por el número de ocupados). Tal indicador suele ser traicionero: informa mal del problema de la productividad que se pretende averiguar. Por lo menos convendría aplicarle dos modificaciones. Una: en el denominador considerar sólo a los trabajadores de producción. Dos: pasar a considerar la productividad física y no la monetaria. Es decir, en el numerador trabajar con las cantidades que se están produciendo y no con los ingresos por ventas. Este es el ajuste clave y nos permite transitar desde la productividad monetaria (que puede resultar muy engañosa) a la efectiva y real productividad del trabajo.
Consideremos un ejemplo numérico elemental. Supongamos una empresa del sector eléctrico que produce mil kilovatios hora y vende a 40 pesos el kilovatio-hora (los números no se corresponden con los valores reales. Sólo se usan para ejemplificar el problema central a discutir). Así las cosas, las ventas resultarán iguales 40 mil pesos. Si los ocupados son cien obreros, la productividad monetaria será igual a 400 pesos. O sea, cada trabajador genera, en promedio, 400 pesos.
Supongamos ahora que por una decisión administrativa el precio de venta se reduce de $40 a $20. Es decir, el precio unitario se reduce a la mitad permaneciendo todo los demás sin cambios. Como el personal de producción ocupado sigue siendo igual a cien personas, resulta que ahora, la "productividad monetaria" cae a la mitad, desde $400 se cae a $200. Pero es fácil darse cuenta que la productividad real (kilovatios hora producidos por hombre ocupado) no se ha movido. En uno y otro caso se siguen produciendo 10 kilovatios-hora por hombre ocupado.
¿Por qué pudiera darse esa reducción en el precio de venta? En la gran mayoría de los casos, la política de fijación de precios de las empresas estatales responde al afán de proporcionar subsidios (o transferencias de ingreso al sector privado). En nuestro ejemplo los compradores de electricidad del sector privado pasarían a pagar exactamente la mitad. Es decir, lo que pierde la empresa estatal por su política de precios reaparece como ganancias en las empresas privadas. Y por lo mismo, en éstas, aunque su productividad real no se mueva, su "productividad monetaria" se eleva en proporción no menor. Como vemos se genera un fuerte espejismo, a favor del sector privado y en contra del estatal.
Pero hay otro muy importante factor que conviene mencionar. En los últimos años de dominio neoliberal, en las alturas del poder político emerge una fiebre privatizadora. Y para justificar estos afanes se esgrime la hipótesis de la baja eficiencia de las empresas estatales. Supongamos que más allá del espejismo que causa el tipo de medición, efectivamente existe algún problema de productividad. ¿Por qué? ¿La culpa es de los trabajadores? Pero, ¿de qué depende la productividad del trabajo? Cualesquiera sabe que el factor más determinante de la productividad del trabajo es la dotación de máquinas y equipos (de última tecnología) por hombre ocupado. Y que este factor, a su vez, depende del esfuerzo de inversión que la empresa realiza. Y lo que se puede observar es que en las empresas estatales que se busca privatizar se pasa a castigar la nueva inversión hasta llevarla casi a cero. Aquí, por lo mismo, claramente el problema radica en el bajo esfuerza de inversión, no en la "flojera" de los trabajadores. Y el bajo esfuerzo de inversión tiene como culpables compartidos tanto a las gerencias de las empresas estatales como a los máximos responsables del Gobierno Federal.
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soy como el clavo, que aun viejo y oxidado, sigue siendo clavo
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