Yo, realmente nunca he rechazado una invitación a almorzar así que acepte con entusiasmo. Simplemente cruzamos la calle. Al frente del local partidario existía un restaurante, ahora no sé si seguirá allí, que llevaba por nombre "La Capilla". Mis amigos y yo bromeábamos con eso, y por eso cuando íbamos al local del Partido, decíamos "Vamos a la capilla".
El restaurante era una modesta fonda, de forma alargada, llena de comensales de paso, todos apurados. Nos fuimos al fondo en la parte más tranquila. El viejo pidió sin consultarnos tres menúes. Luego nos miró y dijo: ¿Así que ya están en el Partido? Sin esperar respuesta, continúo: Uno entra al partido por muchas razones, desde las más tontas a las más pensadas. Puedes entrar por curiosidad, por una mujer, por un amigo,.. Calló un rato y siguió: Otros entran por oportunismo, por ambición. Tenemos de todo lamentablemente. El motivo es importante, si entras por una idiotez probablemente te quedes sólo unas semanas o a lo sumo un par de meses, en cambio, si tienes un buen motivo….
-¿Cuánto tiempo tiene en el Partido, camarada?- le pregunté.
- Cuarenta y dos años.
Mi amigo le pregunto entonces: -¿Y cuál fue su motivo?
El viejo Juan nos miraba en silencio, talvez estaba esperando esa pregunta, me molesté por no haberla hecho yo. -Yo crecí en una hacienda cerca de Huancayo- empezó a decir. -En esa época, todos hacíamos el servicio militar obligatorio. La leva era lo normal. Pero gracias a eso conocí Lima, claro, básicamente los cuarteles pero también pude ver el Callao... y el mar.
Han leído a Arguedas, -nos pregunto-. Yo lo había hecho, así que esta vez rápidamente dije –si, camarada. -Bien, Arguedas en uno de sus libros habla de cómo los sargentos del ejército explican la Constitución y las leyes a los reclutas. Y si pues, así era. Yo tenia un sargento que andaba con un ejemplar de la Constitución del 33 y nos repetía que todos éramos iguales. Los derechos, la ciudadanía, la democracia, todo eso.... Así me pase dos años, en el ejército. Luego, regresé a mi casa.
Los platos de comida se enfriaban, era casi imposible no prestarle atención. El viejo hablaba despacio, entonaba cada palabra, gesticulaba. Ahora que lo recuerdo, entiendo que era un narrador nato, un agitador profesional que sabia hablarle tanto a multitudes como a grupos de dos o tres.
-Para regresar a mi casa, camine durante varios días, desde Huancayo. Los que tenían plata podían ir a caballo, pero no era mi caso. Llegué a la hacienda una tarde lluviosa. En mi casa, mis padres estaban muy contentos de verme. No muchos hijos regresaban. La mayoría se quedaba en la capital o terminaban en otros lugares. Estábamos sentados alrededor de unas velas, mientras yo tomaba una sopa caliente. Afuera llovía y llovía. Gruesas gotas iban formando charcos de fango por todas partes.
Su relato se detiene, entorna los ojos. -Mi padre estaba muy animado y alegre. Era un hombre de pocas palabras. Nuestra casa quedaba cerca de la gran casa del patrón, del dueño de la hacienda. Así estábamos alegres, felices y de pronto escucho que lo llaman a mi padre. Él se asoma por la ventana y dice: -Ha llegado visita al señor.
Mi madre mira al suelo y se calla. No entiendo nada. Mi padre se levanta y se pone un poncho. Uno muy grande que casi lo cubre completamente. Le pregunté a donde iba, si afuera llovía tanto. No me respondió.
En ese momento pensé que iba por el caballo del visitante, pero para eso estaba Florián que era el de los caballos, precisamente. Al salir mi padre, me asome a la ventana. No se podía ver bien, la lluvia era fuerte, pero en el pórtico de la casa hacienda el patrón estaba allí haciéndole señas a mi padre, llamándolo pero sin dejar de hablar con su visitante. Parecía un joven, un señorito de la capital. –El viejo se pone rojo, pronuncia en tono grave y lento cada palabra que sigue- Había llegado a caballo y esperaba frente a la entrada de la casa. Mi padre se acerca dando saltos entre la lluvia. Cuando llega donde los otros dos, sin saludar, sin ningún ademán, se echa en el suelo, en el suelo lleno de barro... El visitante sin mirarlo pone su bota sobre el cuerpo tendido de mi padre y pasa a la entrada de la casa hacienda. Los señores seguían conversando. Como si todo eso fuera lo más natural del mundo. Yo empecé a gritar y quise salir. Mi madre llorando me coge y detiene.
–¿No sabias acaso que tu padre era el pongo de esta hacienda?
El viejo Juan calla. Nos mira. No puedo verlo a la cara. Los ojos de mi amigo también están vidriosos. El pongo. El último peldaño en la cadena de opresión y dominación en los Andes del Perú.
El viejo prosigue, aunque yo deseaba que ya no dijera más. –No lo olviden camaradas, hasta hace unos años, en nuestro país, un peruano era la alfombra de otro peruano. La alfombra que usas para no ensuciar tus zapatos.... Por eso soy comunista. Para que nunca más en nuestro país, otro peruano sea la alfombra de alguien.
El día de hoy, no recuerdo bien porque ingresé al Partido. No recuerdo cuantas veces me hubiera gustado irme. Pero sigo aquí. Porque como el viejo Juan entendió a los veinte años, ser comunista es la manera que elegimos para devolverle la dignidad a los seres humanos.
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