martes, 28 de octubre de 2008

LA CONCIENCIA DE LA PACIENCIA


Bolivia

Rafael Bautista S.
"Hay dos modos de conciencia, una es luz, otra paciencia.
Una estriba en alumbrar un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar el pez, como pescador.
Dime tú: ¿cuál es mejor?
Conciencia de visionario que mira
en el hondo acuario peces vivos, fugitivos,
que no se pueden pescar,
o esa maldita faena de ir arrojando
a la arena vuestra los peces del mar"

Juan David García Bacca

Después de la marcha y su consecuencia: la ley del referéndum por la nueva constitución; es preciso que pensemos el nivel estratégico. Porque si la percepción del acontecimiento acaba tiñéndose de exitismos o derrotismos (que se derrotó a la derecha o que se traicionó al pueblo), la potencia del acontecimiento puede acabar en impotencia. El problema de esa percepción es que, en ambos casos, la praxis misma se anula: se cree que todo está acabado. Sin potenciamiento del proceso el horizonte se desvanece. El pueblo se dispersa y crea las condiciones para su reinserción, por subsunsión, en el sistema político; que, de ese modo, se reproduce por una nueva legitimación: el vacío provoca asirse a lo que sea.

La marcha parece establecer el ritmo de los cambios. El tiempo propuesto no es todavía el tiempo de la restauración sino el tiempo del "apthapi". Frente a todos los agoreros que tratan de hundir el acontecimiento en la frustración, hay que señalar lo siguiente: salir del enfrentamiento no significaba el triunfo absoluto. Había que ceder. Lo cual no es conceder. Ceder, como decía el canciller Choquehuanca, es entender. ¿Qué teníamos que entender? Que esta revolución (democrático-cultural) es una revolución de lo que entendemos por revolución: una nueva política tendrá que transformar, necesariamente, la política misma, así como la nueva democracia deberá democratizar la democracia conocida. El antagonismo ya no puede ser el eje de la política; esta ya no puede construirse desde la contradicción amigo-enemigo. El antagonismo pide una legitimación absoluta y esta deja a la política sin razón de ser: aparece el campo de la guerra, la negación de toda ética. En este caso, la legitimación proviene del asesinato. La política moderna se legitima de ese modo, porque no sabe otra manera de legitimar su poder sino asesinando. Pero el asesinato no puede aparecer como lo que es, por eso se lo encubre ideológicamente. El asesino debe asumir su acto como "bueno", eso legitima su acción, y mientras "más bueno" considere aquel acto (el asesinar) más legítimo será. De este modo, una lucha de hegemonías se reduce a una cuantificación macabra: los más "buenos" son quienes matan más. Es el origen del totalitarismo; la legitimación por el asesinato rapta el campo político y exige, como pago, renunciar a este: se instaura el estado de guerra. Se trata de una amenaza que no admite consensos, la imposición que no admite diálogos. Esta lógica es la que no puede reproducir una política de liberación. La política que proponen las naciones indígenas no se constituye a partir del antagonismo sino de la hermandad, es decir, de la fraternidad política. Si todos somos hijos de una misma madre, la Pachamama, entonces nuestra condición originaria es la de hermanos. El antagonista es también un hermano y hay que enseñarle que la convivencia es posible si se reconoce que la liberación es común, la liberación de unos es la liberación de todos; liberando al oprimido el opresor cambia, vive mejor, puede perder cuantitativamente, gana menos, pero gana cualitativamente, su vida se libera de aquella condena de tener siempre que matar. Si pedimos diálogo se suponía que no era para matar al oponente sino para convocar a todos al consenso; esto quiere decir: el diálogo exigía la predisposición a ceder. Había que enseñarle al oponente que su lógica es irracional, que el asesinato es suicidio (matando a todos acaba matándose a sí mismo). Si los oprimidos están dispuestos a ceder, la legitimidad del opresor ya no tiene razón de ser. La victoria no consistía en aplastar a alguien sino en mostrar que la verdadera victoria es no tener que aplastar a nadie.

La significación de la marcha no es sólo simbólica sino real. Porque expresa, de modo notable, el contenido auténtico de una revolución que revoluciona la revolución misma. Por eso, para comprenderla, debemos revolucionar el modo mismo de comprender. No se trata de la normalidad reivindicativa o del continuo asalto del poder. Si el acontecimiento activa una memoria milenaria y confluyen, en ella, como bloque, todos los oprimidos, es porque lo extraordinario ha hecho carne. Como lo sugiere Enrique Dussel: si Hegel alguna vez tuvo razón, quiere decir que el espíritu absoluto de la historia universal está pasando por Bolivia. Pero la marcha de la historia ya no iría de oriente a occidente sino del futuro al pasado. Por eso empezamos a hablar de restauración. Ya no se trata de un ir ciego por las avenidas del progreso infinito, sino de hacer un freno y reencauzar el camino. El proyecto moderno es el problema y ante los debacles que origina se precisa de alternativas. Es cuando mirar atrás se hace imprescindible. Ir al pasado no es ir hacia atrás, sino recuperar el horizonte, el sentido mismo de caminar: un país que ha perdido el camino es porque no ha hecho camino. Una de las consecuencias de nuestra condición colonial es la amputación de producir un propio destino; cuando se importa hasta la forma de vida, se pierde hasta el sentido del vivir mismo. En última instancia se trata de eso: de recuperar el sentido del vivir. Si el futuro que nos propone la modernidad es la descomposición de las relaciones humanas, los desequilibrios económicos, la crisis medioambiental, la miseria del tercer mundo, etc., el sentido mismo del caminar se hace problemático. ¿Para qué seguir yendo? Cuando ya no se sabe hacia dónde se va, es preciso hacer un alto y darse la vuelta, para ver de dónde se ha venido. Ir al pasado significa devolvernos al origen del conflicto, superar el olvido, encontrar nuestro horizonte histórico para dejar atrás el extravío, y proponernos un nuevo destino y hacer, en serio, camino.

Por eso todo el país iba en la marcha, buscándose en el camino. Las luchas se integraban y se sintetizaban; todos los tiempos habían comparecido en el acontecimiento. Lo que advenía no podía sustraerse a la magnitud histórica que significaba aquello. Lo decía muy bien el presidente Evo: no hay marcha que haya ido a La Paz sin lograr sus objetivos. Se replicó que la "Marcha por la Vida" no logró lo que quería; pero la importancia de esa marcha fue más que ese querer, porque allí se evidenció la finalidad de un modelo: un país sitiado en plena marcha. La marcha actual venía a afirmar lo que se había producido, a proyectar la memoria acumulada, a ofrecer un horizonte común que de sentido a todas las luchas aun dispersas, es decir, a construir hegemonía. Pero la hegemonía que se produce no puede ser la hegemonía típica; porque si estamos revolucionando la revolución misma, entonces, la hegemonía no puede ser imposición simple y llana. Es decir, si en respuesta al golpe cívico-prefectural no se devolvió otro golpe, sino una movilización nacional, entonces, la estrategia no es restar sino sumar. Restamos cuando aniquilamos al oponente, pero esto significa la guerra y ya no la política. En eso consistiría la gran tentación moderna: en aniquilar al oponente. La modernidad constituyó su política como dominación, por eso el sometido es el límite de su orden. Una política de liberación no puede reproducir esa lógica; su límite es también el sometido: si sólo hay sometidos no hay liberación real, sólo sumisión. Entonces la estrategia es sumar; pero sumar no es un simple agregar sino un incorporar real.

En la siembra hay un momento en que se incorporan nuevas semillas; estas se incorporan para diversificar la cosecha. Su incorporación no es instrumental sino que, en ella, se incorpora lo que la semilla contiene: su cultura. Por esa razón se produce la regeneración y la renovación del "ayllu", de la comunidad. En este caso, sumar no es un simple agregar sino un enriquecimiento que nos potencia. Políticamente, esto significa: hacer hegemonía consiste en la incorporación constante de nuevos miembros a la comunidad. Una comunidad que se cierra ya no sería comunidad sino sociedad. Lo que cierra a la sociedad es su carácter agregado de intereses particulares que, inevitablemente, tienden a inestabilizar el conjunto. Entonces, la estrategia consiste en aplazar siempre la imposición, para que se pueda siempre seguir sumando. Por eso la política que proponen los pueblos indígenas no es de exclusión. Si la constitución era para todos, entonces era preciso que todos se sintieran parte de ella.

Pero es allí, donde los impacientes muestran los límites de su visión estratégica. En el corto plazo no hay tiempo para sumar. Si sólo se ve el corto plazo, entonces, la visión es lo que se acorta. Una política de visión corta es lo que produjo la izquierda nacional (por eso acabó rifando sus banderas al mejor postor o quemándolas en un extremismo estéril), generando una cultura de la impaciencia y del sectarismo; consecuencia inmediata de aquello es el apasionamiento vanguardista que provoca el típico celo dirigencial: mía es la verdad, todo lo demás es traición; la división cunde y la lucha se fragmenta: un pueblo desunido siempre es vencido. Curiosamente, cuando se produce la unión, esta produce también un líder; la cohesión es también empática, la adhesión no es sólo de ideas, las ideas hechas carne son la persona, la vida de la idea es la existencia personal: el líder es guía, no sólo porque las ideas necesitan ser proyectadas por alguien sino vivenciadas en alguien.

Por eso las ideas que se siguen son proyectos de vida; en cuanto proyecciones son también evaluadas desde las coyunturas que se atraviesan. Aquí empieza a tener sentido el nivel estratégico. Porque los proyectos no pueden pensarse al margen de la condición humana; la razón de su factibilidad descansa, en última instancia, en lo posible que se abre históricamente. Cuando la marcha llega al centro del poder político, llega con fiesta: la ciudad homenajea al campo y reconoce, de ese modo, su pasado. Ese mirarse y reconocerse es la condición subjetiva de esta revolución cultural, pero es también democrática, es decir, convoca y se abre a todos: su horizonte es también un mundo en el que quepan muchos mundos. Sólo así es posible hacer "ayni": en la confluencia comunitaria de todos, criando la vida criándonos unos a los otros. Pero para hacer "ayni", mientras hagamos camino, en medio del camino logrado, hacemos primero "apthapi". El "apthapi" es la reunión que se logra en la marcha, reunión que se va produciendo en el camino, haciendo camino, sobre la marcha. Pero no es sólo un celebrar, es también un recoger lo logrado; recoger también lo que hace falta, lo que se necesita, lo que está allí y espera la acción conjunta para prodigarse, porque todo recoger es también un acto de recogimiento, es un volverse sobre sí (como individuo y como comunidad), para dar cuenta de lo que se ha logrado y de lo que se puede seguir logrando. El "apthapi" no es todavía el "ayni". Por eso, estratégicamente, no se pueden confundir el uno con el otro.

El "apthapi" es siempre invitación abierta. La nueva constitución debe ser el "apthapi" que invite a todos en su realización. La mayor legitimidad democrática que podría tener es la adhesión total que pueda lograrse. En ese sentido, ceder no es renunciar sino entender que la mayor adhesión posible es necesaria para seguir avanzando en el proceso. Porque una nueva constitución no es todavía el fin, es una mediación que se precisa; es más (si somos verdaderamente estratégicos), ésta todavía es una constitución de transición: las transformaciones no pueden darse de una vez por todas (esto significaría, otra vez, la cancelación de la praxis: creer que podemos cambiar todo ahora y nunca más nada), sino que estas también son producto de cambios graduales que hacen posible la necesidad de su profundización. Si el asunto de tierras genera ahora una serie de dudas (por los cambios efectuados), porque quedan pospuestas varias reivindicaciones; hay que señalar que cambios de esa magnitud son siempre posibles (posponer no es renunciar), pero dado el poder económico (y el poder de influencia) que todavía posee el latifundio, es mejor desarmarlos que provocarlos; si la vía armada provoca siempre consecuencias que son difíciles de controlar, es más conveniente vaciar su poder. Lo cual requiere de paciencia estratégica, es lo que debe saber construirse políticamente: No se trata sólo de quitar tierra y dársela a otros, sino de concebir políticas de desarrollo que constituyan nuevos actores económicos que hagan de contrapeso al poder económico que ahora gozan, por ejemplo, los grandes agroindustriales. Este sector, además de haber sido siempre monopólico (y nunca enfrentado una competencia real), nunca fue sujeto del desarrollo nacional, no sólo por su dependencia al mercado mundial (que nunca le llevó a producir para su propio país, por eso su interés nunca fue su país), sino porque esa dependencia, también cultural, le privó siempre de la condición básica de toda producción: el esfuerzo propio. No sólo por haber engañado o robado al Estado sino, sobretodo, por haberlo asaltado, es que nunca lo potenció y, cuando lo manejó a gusto, no sólo lo desfalcó sino lo subordinó a poderes externos. Un Estado subordinado se amputó toda posibilidad de proyectar un desarrollo nacional y esa oligarquía, constituida en la desidia y la malversación, nunca llegó a ser lo que cree ser: una burguesía.

Por eso la economía precisa diversificarse y potenciar nuevos actores, redistribuirla no sólo socialmente sino espacialmente, generando nuevos polos de desarrollo que equilibren el actual desequilibrio económico; pero eso precisa, a su vez, pensar una nueva economía: lo que vendría como superación del neoliberalismo. Y esto no es sólo una carencia de nuestro proceso sino del mundo entero; esto es algo que merece todavía ser trabajado y, mientras no se perfile aquello en lo que podría consistir esta nueva economía, no puede forzarse cambios dramáticos. Pero, aun en sus propios términos y jugando en sus propios ámbitos, se puede vaciar y deslegitimar el poder de los sectores más conservadores de la economía nacional. Una deslegitimación ya en marcha es el haberles quitado la bandera de la autonomía, que ahora puede devolverse a su condición original, como descentralización político-administrativa y como autodeterminación de las naciones indígenas. Así, paso a paso, es como se va construyendo hegemonía, midiendo estratégicamente lo que es posible ahora de hacer, para seguir sumando en el futuro y no restando.

Para seguir sumando hay que entender que la impaciencia puede provocar cambios deseables pero no lograr mayores adhesiones. Lograr ambos es lo difícil. Pero en política, lo fácil, que genera siempre dudas, es siempre lo más peligroso. Diga lo que diga la derecha, el pueblo reconoce lo que ha sido producido por él. Los cambios efectuados en la constitución, en su mayoría, son producto de la susceptibilidad y los prejuicios que la misma derecha sembró como detonante de una resistencia a la nueva constitución. Ahora que ella misma la enarbola, constituye su más rotunda derrota; porque, ahora, uno de los frutos del proceso, la nueva constitución, forma parte del sentido común, es decir, la apropiación democrática de la propia carta magna es lo que está constituyendo un sentido constituyente de una politicidad democratizada.

Si la derecha se mantuvo en el poder gracias a la expropiación de la decisión popular, ahora es el pueblo el que se apropia, cada vez más, de las decisiones: el proceso entonces puede activarse, cada vez, de nuevos modos. Esta podría ser la manera estratégica de encarar los nuevos desafíos. Primero: la aprobación de Enero deberá contar con la mayor legitimación posible, superando incluso el 68% del apoyo a la gestión del presidente Evo, lo cual es lo más probable (fruto de una estrategia de apertura, no del encierro). Segundo: debe constituirse un bloque conjunto que no disperse el voto, para lograr más de dos tercios en el nuevo parlamento; de modo que sea posible, en lo venidero, no sólo las reformas legales necesarias para factibilizar los cambios sino, también, las reformas constitucionales que sean pertinentes hacer (por eso, posponer no es renunciar). Tercero: este bloque debe ser constituido a partir del CONALCAM, lo cual produciría una movilidad dirigencial necesaria para renovar los liderazgos; el nuevo parlamento tiene que constituirse con los actores que protagonizaron el proceso y los movimientos del cambio tienen que producir nuevos líderes para seguir resignificando el proceso siempre de nuevos modos; en este sentido, la adopción que hizo el CONALCAM (en Cochabamba) de la sigla partidaria del Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (IPSP), como Movimientos al Socialismo, en plural, haciendo explícita la diversidad en la unidad, muestra una transformación en la idea misma de partido político; porque se trata de una mediación organizativa del propio pueblo, donde el instrumento político es supeditado a una entidad que no se subsume en este: el MAS vendría a ser al CONALCAM lo que el subcomandante es a los comandantes y las comandantas zapatistas. Y esto es lo que debería significar el poder detrás del trono: la potencia del pueblo organizado que delega democráticamente su representación política. Esto es: la participación en el elegir a los delegados antes que reducirse sólo a votar su elección.

Un pensar estratégico se mueve siempre en la contingencia; por eso debe saber evaluar el ámbito de las posibilidades que se abren en cada coyuntura. Su fidelidad radica en el horizonte que se propone el pueblo en su liberación (que es siempre un camino), pero es el presente histórico el lugar de la posibilidad de tales o cuales movimientos. Saber identificar las potencialidades del presente requiere, siempre, abrirlo hacia lo por-venir, de ese modo, los movimientos en la realidad se enriquecen. Abrir lo potencial de la realidad significa el diálogo de los tiempos, porque todo presente contiene su pasado y su futuro; un presente dinámico va resignificando estos, su construcción es también reconstrucción de pasado y futuro. Por eso su impulso inicial es siempre hacia el pasado, porque la fuerza del futuro es la sustancia del pasado, cuanto más pasado se contenga, más futuro es posible de ser proyectado. La historia nos ha privilegiado este presente, pero el merecimiento es, en definitiva, siempre nuestro. Merecer este proceso tiene que ver con merecer el pasado que necesitamos para proyectar un futuro merecido. La esperanza es una memoria que desea, el futuro es el pasado que recuerda. Ese pasado es el que vino con la marcha: el "Manifiesto de los Agravios" de Belez de Córdova, el "volveré y seré millones" de Tupac Catari, los guerrilleros de la independencia, doña Juana Azurduy y su ejército de indios, las tropas del Willka, "los igualitarios" de Andrés Ibáñez, la "marcha por la vida" ya no fue detenida en Calamarca, y las marchas por "la tierra y el territorio" de los noventas, que ya demandaban una nueva constitución, confluyeron todas en la marcha, de otro octubre que bajó de El Alto a Chuquiago Marka, La Paz. Se cerró un capítulo y se abrió otro.

Cada momento del proceso no puede enfrentarse de modo específico. Es decir, las respuestas no pueden ser inmediatas; su mediación debe ser la reflexión. La praxis sin reflexión se vuelve ciega. Sin la mediación de la reflexión, la lucha se puede diluir en su inmediatez y esto puede acabar con la lucha misma. La misma constitución no agota el proceso ni lo que proyecta; todo lo conseguido no puede evaluarse sólo a la luz de un texto incólume. Por eso, cada momento que atravesamos, requiere de evaluaciones propositivas: lo logrado no debe cancelar lo por lograr, sino que debe lo logrado ser posibilidad para nuevos logros. Por eso, la disyuntiva no es nunca: o luchamos o pensamos; porque una lucha que no comprende el fondo del asunto puede degenerar en una lucha por la lucha.

Hay que dar sustancia a las luchas, de modo que estas puedan nutrirse de perspectiva estratégica. Explicitado el fondo, es como las luchas se sintetizan y permite su cohesión; sin claridad de este, las luchas se fragmentan y se separan, unas de las otras. Pensar el fondo del asunto no es, entonces, abandonar la lucha, sino darle sustancia; porque el pueblo (como sujeto de transformación) no puede moverse sólo en lo circunstancial, su movimiento debe de dotarse del sentido que nutre todas las luchas y les da un horizonte preciso, como un norte que no permite el extravío de las luchas. Luchar y pensar son momentos paralelos que se requieren, uno al otro. De lo contrario, por falta de reflexividad, se abandona lo estratégico y la fuerza de las luchas se desperdicia imprudentemente. Todo se hace paso a paso, asimilando lo logrado, sin forzar los eventos; si no sabemos domesticar la fuerza de río, este puede destruirnos. Dos modos de conciencia se le presentan al ser humano. La una es luz que cree alumbrarlo todo; la otra está hecha a base de paciencia. Su modelo no es la visión sino una perseverancia más humana: escuchar (escucha el que está predispuesto al diálogo, esta predisposición es la base de toda acción racional). Es la penitencia de un hacer comprometido y responsable; es una conciencia que se hace política que, como el pescador, espera, en un hacer paciente, que el pez venga a la caña. La sabiduría política no consiste en la visión que lo ve todo pero no puede realizar nada, sino en esa faena, dura y paciente, de pescador perseverante, que acopia los peces, uno por uno, para llevarlos a la mesa, para que la vida esté asegurada y pueda prodigarse libremente.

La Paz, octubre de 2008

- Rafael Bautista S. es autor de "OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA" y "LA MEMORIA OBSTINADA"


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ser como el clavo, que aun oxidado, sigue siendo clavo.

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