Las corporaciones bancarias ingresaron al juego del riesgo para obtener mayores ganancias. Hoy saben que se trata de un camino sin retorno
El terremoto financiero que está sacudiendo a Wall Street está resquebrajando la superestructura financiera creada en los últimos lustros. Lo que tuvo como epicentro al mercado de hipotecas basura se ha propagado por todos los rincones financieros, y amenaza con provocar espasmos en el crecimiento y el empleo mundial.
Las cifras elevan a más de 200,000 millones de dólares (mdd) las pérdidas por depreciación de activos respaldados por hipotecas, aunque se especula puedan superar los 400,000 mdd, y las víctimas aparecen regadas por todas las áreas financieras: una pila de hipotecarias yacen en la bancarrota, como la antes aclamada New Century Financial, múltiples hedge funds han quebrado, las aseguradoras de bonos batallan para no perder la máxima calificación crediticia, y los gobiernos han tenido que intervenir para salvar al banco británico Northern Rock o el colapso de la quinta correduría de EU, Bear Stearns, para evitar daños mayores.
La crisis propició la rápida evacuación de segmentos devastados, como el de las hipotecas subprima, el de adquisiciones apalancadas de empresas (LBOs por sus siglas en inglés), el de papel comercial respaldado por activos, o el de vehículos de inversión estructurada (SIVs). El pánico generó embotellamientos en busca de liquidez, cuyo suministro se vio cortado.
Entre los escombros emerge la figura del nuevo héroe de los mercados, Ben Bernanke, que tiene a los equipos de rescate en máxima alerta y trabajando a destajo para atenuar el nerviosismo y la desesperación que reina. En el Estado buscan ahora los mercados financieros la solidaridad para mitigar los golpes del seísmo.
Sólo en escarmentados países como México donde las continuas crisis bancarias y devaluaciones habían forzado la creación de fuertes organismos de supervisión y regulación bancaria, los cimientos siguen sólidos.
EL RECUENTO
El temblor dejó a la intemperie a un sector financiero que por fuera lucía escultural, con ganancias deslumbrantes, fastuosas remuneraciones a sus altos ejecutivos y ostentosos bonos a sus empleados, pero cuyas entrañas estaban descompuestas por una gestión especulativa, arriesgada e irresponsable. El sector financiero había entrado en una etapa de excesos que tarde o temprano tendría que pagar, y como ha dicho alguien, si el detonante de la actual crisis no hubieran sido las hipotecas basura, habría sido cualquier otra cosa.
El papel fundamental de la banca es el de hacer de intermediario entre oferentes y demandantes de ahorro. El público deposita sus ahorros en los bancos bajo la confianza de que podrán convertirlo cuando quieran en dinero. A su vez, los bancos obtienen una rentabilidad al prestar esos recursos a aquellos que precisan de dinero para sus actividades de consumo e inversión.
Para no perder la confianza de los ahorradores, los bancos comerciales tratan de hacer máximos sus beneficios al tiempo que incurren en los menos riesgos posibles, por lo que buscan aquella cartera de activos (bonos, créditos, acciones) que les proporciona la combinación más satisfactoria de rentabilidad y riesgo.
Sin embargo, a lo largo de las dos últimas décadas, los mercados financieros han sufrido transformaciones tan intensas que ha obligado a la banca a modificar sus formas tradicionales de gestión y entrar en nuevas operaciones y riesgos.
Hay, en esencia, dos causas detrás de esas transformaciones: la primera es el diseño de instrumentos financieros más complejos y la creación de nuevos mercados facilitada por los rápidos avances tecnológicos en el tratamiento de la información y las telecomunicaciones. En ese sentido, el desarrollo del mercado de derivados y de los llamados procesos de titulización (la obtención de financiamiento no a través de préstamos y créditos, sino a través de valores negociables en esos mercados) ha determinado una tendencia a la desintermediación bancaria.
La segunda causa, junto a la creciente sofisticación de los mercados financieros, ha sido la aparición de nuevas instituciones financieras de gestión de ahorro como compañías de seguros, fondos de pensiones, fondos mutuos o los fondos de inversión libre (hedge funds), algunos de ellos con regulaciones muy laxas que les permitían estrategias muy agresivas para ganar terreno a la banca tradicional.
En este proceso, las autoridades, en un afán de aumentar la eficiencia de los mercados en unos casos, o por su incapacidad para establecer controles e intervenciones a instrumentos cada vez más sofisticados en otros, alentaron, con criterios liberales, la utilización de nuevos instrumentos financieros y la creación de mercados.
Así, los sistemas financieros nacionales entraron en intensos procesos de desregulación, apertura e interrelación, y el resultado fue unos mercados internacionales libres y potentes, que acaparan toneladas de ahorro y riqueza mundial y la canalizan de los oferentes de ahorro a los agentes de gasto de manera más eficiente y competitiva y que asignan y diversifican el riesgo sin regulaciones inoportunas.
Las cosas funcionaron bien durante muchos años. La percepción era que estos mercados eran mucho más resistentes, y así parecía corroborarlo la experiencia: salieron bien parados de la crisis asiática, del descalabro de Long Term Capital, y del estallido de la burbuja tecnológica.
Estos mercados también ofrecían expectativas de ganancias mucho más jugosas para las instituciones financieras. La banca tradicional no quiso quedarse atrás, quiso lucrar más y entró al juego: se metió en la dinámica de la banca de inversión, y de los hedge funds de asumir mayores riesgos y desplazarlo fuera del sistema; la mayor competencia también lo indujo a ampliar sus operaciones "fuera de balance", y se aventuró en la vertiginosa expansión de los derivados financieros, tanto negociados en mercados abiertos como "over the counter".
La competencia era voraz, y como los beneficios eran espléndidos y nunca pasaba nada malo, las instituciones cada vez tenían menos reparos en adquirir activos de más riesgo con primas cada vez menores y niveles más altos de apalancamiento.
Algunos, desde lejos, venían advirtiendo que la solidez del sistema sólo se pondría verdaderamente a prueba bajo condiciones de mercado menos favorables y que, en caso de estar los inversionistas equivocados, la reevaluación de riesgos sería muy costosa.
La duda metódica, la que siempre corroía la mente de los inversionistas, era si realmente la fragmentación y dispersión del riesgo había reducido o no el grado total de riesgos contenidos en el sistema. Y los que antes respondían afirmativamente sin vacilaciones, ahora ya no están tan seguros.
Lo cierto es que esas prácticas de titulación y desintermediación sí pueden afectar a la calidad media de las carteras de préstamos y créditos de las entidades bancarias, debilitar la función evaluadora de riesgos que los bancos han desempeñado tradicionalmente y conducir una degradación de riesgos en el conjunto del sistema.
También que esos mercados más eficientes y competitivos no son necesariamente más transparentes: que las operaciones fuera de balance generan problemas de información de riesgos que afectan tanto a las autoridades supervisoras como a los accionistas; que la exposición a los derivados de crédito plantea serios problemas de riesgos de crédito de muy difícil evaluación y control, y que la cobertura de esos riesgos de mercado pueden ser inviables en momentos de dificultad.
Tras los excesos, las autoridades corrigen y se percatan de que un sistema más complejo, libre y competitivo puede también ser uno más vulnerable, y que a lo mejor una regulación financiera más estricta que garantice la estabilidad financiera, el valor que más vale en los mercados, es preferible incluso a costa de alguna ineficiencia.
La tarea no es fácil, pues buscar fórmulas que conserven las ventajas de la libertad de movimiento de capitales y al mismo tiempo elimine los riesgos es muy complejo. Lo que ha quedado claro para los bancos es que preservar la cuota de mercado a través de diferenciales muy bajos o casi inexistentes suele ser una estrategia, a la larga, perdedora.
LA REGULACIÓN QUE EXIGE LA CRISIS
La crisis de crédito ha puesto a la Reserva Federal (Fed), al Tesoro de EU, al Congreso y a otras autoridades a trabajar sobre los cambios legislativos que deberían introducirse para fortalecer la supervisión y regulación de las instituciones financieras.
Éstas son algunas de las líneas generales que se están manejando, aunque las diferencias entre la filosofía de demócratas y republicanos puede demorar una verdadera reforma hasta que llegue el próximo presidente.
I) Endurecer la regulación sobre los bancos de inversión. Una vez que Goldman Sachs, Morgan Stanley, Merrill Lynch y compañía han tenido acceso a la ventanilla de descuento y al mismo nivel de protección por parte de la Fed que los bancos comerciales, las autoridades se han planteado la necesidad de someterlos al mismo escrutinio que a la banca tradicional.
La Ley Glass-Steagall diferenció la regulación entre banca comercial y banca de inversión, siendo esta última favorecida por una visión más liberal y una casi nula supervisión prudencial.
Uno de los planteamientos básicos es revertir esa situación y someter a ambas actividades al mismo marco regulatorio basado en el principio general de que el mismo tipo de actividad debe ser tratado de igual forma.
De ser así, los bancos de inversión deberían estar sujetos a requerimientos de capital y requisitos de gestión de liquidez más restrictivos. Hasta Henry Paulson, secretario del Tesoro de EU ha admitido que la irrupción de la Fed como prestamista de última instancia para la banca de inversión obliga a que ésta se someta a una mayor regulación y supervisión, aunque sea de forma temporal.
II) Crear un superregulador más eficiente. El sentido de esta propuesta es reconsiderar el esquema fragmentado de agencias de supervisión que existe en EU. A raíz de la crisis, se ha generado un conflicto de funciones entre las agencias federales y estatales, que entran en competencia y protegen sus cuotas de poder.
Ante esta ineficiencia, que explica en gran medida los errores cometidos en esta crisis, se ha propuesto la creación de una sola agencia reguladora que se encargue de la supervisión de los bancos comerciales, de inversión, hedge funds y entidades financieras no bancarias.
III) Mayor transparencia e información a instituciones internacionales. En el marco del G-7, se ha propuesto la urgente necesidad de llegar a un acuerdo con el fin de que instituciones internacionales, como el FMI, tengan una mayor competencia para supervisar a unos mercados financieros cada vez más globalizados, lo que sin duda implicaría una mayor transparencia de los bancos en relación con sus operaciones.
La tarea es compleja y sujeta a un gran debate ideológico. Pero, lo que está claro es que el próximo presidente de EU tendrá que convertirse en un vigilante del sector financiero y buscar regulaciones que recuperen la confluencia de intereses de los mercados de capitales y del conjunto de la economía (Wall Street y Main Street).
Por Desirée Delgado
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