Ante la indefinición en que se encuentra el proceso para elegir al nuevo líder nacional del perredismo, Jesús Ortega reflexiona, en un artículo exclusivo para Excélsior
Nadie, en sano juicio, podría negar que las elecciones del PRD, con su problemática ampliamente señalada y difundida, hacen evidente la existencia de una crisis profunda en el interior de éste, nuestro partido.
A esta crisis están aportando varios elementos, tales como una legislación estatutaria obsoleta, inadecuada para un partido de millones de afiliados; una normatividad electoral interna rudimentaria e inconexa; la existencia de una presidencia nacional, direcciones estatales y municipales débiles. En la mayoría de los casos, sin autoridad, aisladas de los militantes y alejadas de la institucionalidad partidaria; un estatuto que, por ausencia de voluntad, no se aplica o, aun con ella, en no pocos casos, imposible de aplicar (por ejemplo: todos los afiliados deben "militar" en un comité de base). La existencia de corrientes políticas internas que, en no pocas ocasiones, se sobreponen a la institucionalidad partidaria y que, además, están insuficientemente reglamentadas; la ausencia de acciones y de espacios para la educación y la formación políticas de los afiliados; el alejamiento de muchos compañeros de los principios éticos del partido y el soslayo, entre los funcionarios y representantes electos, de la aplicación de nuestro programa. Todo esto es cierto y seguramente existirán otras causas igual de importantes.
Pero por sobre todas las anteriores y sin el ánimo de menospreciar alguna de éstas, existe otra causa fundamental de la crisis del PRD, misma que a diario se observa, que se palpa, que se sabe de su existencia, pero que por diversas razones se elude y se esquiva su pleno reconocimiento. La causa fundamental de la crisis del PRD son las profundas diferencias existentes entre los principales dirigentes, sobre el tipo de organización que debe ser nuestro partido, sobre su estrategia y sobre el tipo de izquierda que el país necesita.
Hay que reconocer que sobre estas definiciones cardinales existen claramente dos perspectivas principales y éstas se encuentran, ahora mismo y en el marco de nuestra elección interna, en una franca y abierta confrontación. Tales contradicciones y diferencias, desde luego, no son nuevas y todos sabemos de su existencia desde los mismos orígenes del PRD, como igualmente sabemos, que se habían mantenido silenciosas y subterráneas debido, principalmente, a dos razones: la primera, la hegemonía casi incuestionable que en el interior del partido establecieron indistintamente, durante casi 18 años, los liderazgos de Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador; y la segunda: la permanente esperanza de los perredistas—renovada cada seis años—de ganar la Presidencia de la República.
Ahora, estos dos elementos, antes cohesionadores, por diversas razones se han debilitado y las diferencias que se encontraban soterradas brotan, abierta y ruidosamente, confrontadas sin matices, y cada cual, con apreciaciones diferentes sobre la caracterización de la naturaleza del partido, sobre el papel que éste debe jugar en la sociedad mexicana, sobre las estrategias a aplicar y sobre el programa que debiera de impulsar. En estos puntos, esencialmente, están ubicadas las diferencias y éstas últimas, expuestas, como fracturas abiertas, son la causa de nuestra crisis
Una de estas dos concepciones contrapuestas, la de los demócratas de izquierda y que yo comparto junto a muchos dirigentes y militantes, ha pretendido, desde hace varios años, que el PRD se reconozca a sí mismo como una organización plural y democrática, en la cual participan y conviven mujeres y hombres libres, que tienen y defienden diversas ideas y posicionamientos políticos sobre la izquierda. Sabemos que el PRD, desde su origen, rompió con la ortodoxia de los anteriores partidos socialistas y marxistas existentes en nuestro país y consecuentemente enfrentó, con frescura y audacia, cualquier propósito de uniformidad ideológica y doctrinaria.
Como se sabe, en el proceso de formación del PRD participaron decenas de miles de personas y múltiples agrupaciones sociales y políticas con las más diversas concepciones de la izquierda. Es conocido que en el origen del PRD estuvieron presentes militantes de partidos y organizaciones que se asumían como marxistas, maoístas, socialdemócratas, socialistas, comunistas, liberales demócratas, nacionalistas revolucionarios; participaron también ciudadanos que, años antes, habían participado en la lucha armada y otros que no habían participado en ningún agrupamiento político.
A todos ellos, al margen de sus experiencias políticas anteriores, los motivó, en la formación del PRD, el gran movimiento cívico y democrático de 1988 y los alentó la expectativa y la necesidad de cambios profundos en la vida del país. Así, el PRD, más que un partido constituido en la ortodoxia, nació como un gran frente de partidos, de organizaciones y de ciudadanos, convencidos todos de la urgencia de transformaciones sociales y democráticas.
En varios sentidos, el nacimiento del PRD, fue, y sigue siendo, consecuencia de un largo y fructífero proceso de unidad de las más diversas izquierdas mexicanas. El PRD, lo hemos insistido, no es un partido "clásico"; es, más allá, un frente plural, una organización horizontal, que agrupa y cohesiona a diversas izquierdas que han actuado y actúan en la lucha y en la acción política en México.
Esta concepción originaria y novedosa del PRD, que fue la que permitió y alentó su extraordinario crecimiento, está siendo ahora confrontada sin ambages, especialmente en el marco de la elección interna, por la otra concepción radicalmente diferente y que es encabezada y liderada por Andrés Manuel López Obrador: ésta es una visión, por un lado patrimonialista, hegemonista y, por el otro, autoritariamente homogeneizadora. Muchas serían las declaraciones y comportamientos que confirmarían ese intento homogeneizador y estrecho, pero bastaría con que recordáramos la posición reciente del mismo AMLO, cuando dice que en el PRD no tienen cabida aquellos a los que él mismo califica como "moderados". Ante esa posición de AMLO, vale la pena preguntarnos todos los perredistas: ¿El PRD es sólo para los que se asumen radicales? ¿El PRD es un partido de pensamiento único, homogéneo?
En la izquierda internacional ha sido antiguo e intenso el debate, por ejemplo, entre "reforma" y "revolución". Ese tema dividió a la izquierda en el mundo y a partir de ello se constituyeron, principalmente, dos grandes bloques —los comunistas y los socialdemócratas— que durante más de un siglo mantuvieron posiciones irreconciliables.
Eso ha cambiado afortunadamente, (la tolerancia se ha impuesto) y durante las últimas décadas ahora lo podemos ver frecuentemente, se establecen alianzas políticas y electorales entre agrupamientos en donde participa el centro-izquierda, los comunistas, los socialistas, el centro, etcétera. Muchos de los frentes electorales de izquierda que han triunfado en muchos países, de Europa y de Latinoamérica (Italia, Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay) aglutinan tanto a "reformistas" como a "radicales" y, entre ambos, a un amplio mosaico de fuerzas con disímbolas posiciones ideológicas.
En México, el debate entre "reforma" y "revolución" aparentemente había sido superado, cuando la izquierda socialista, sensata e inteligentemente (honor a Martínez Verdugo y a Heberto Castillo, entre muchos) se decidió a participar en la lucha y el debate parlamentario y, consecuentemente, a participar en la lucha por el poder, desde la vía democrática y electoral. A partir de ello, la izquierda salió de la marginalidad, del mero testimonialismo, para convertirse en una fuerza influyente y determinante del rumbo del país. En apenas 25 años, la izquierda mexicana se convirtió, a pesar de los escandalosos fraudes de 1988 y de 2006, en la segunda fuerza política y con importantes posiciones de gobierno a lo largo del territorio nacional. Ese antiguo y sobre todo ahora ¡inútil! debate de "reformistas" vs. "revolucionarios" lo restablece AMLO en el PRD, a través de sacar de la tumba al aún más viejo debate entre los "puros" vs. los "moderados" del partido liberal ¡del siglo XIX!
Y es bueno, a propósito del siglo XIX, recordar lo que decía Carlos Marx cuando analizaba las revoluciones de ese siglo. Este revolucionario y radical por antonomasia decía: "La revolución (del siglo XIX, la de su tiempo) no puede sacar su lírica del pasado, sino únicamente del futuro. No puede iniciar su tarea, sino antes de deshacerse de toda adoración supersticiosa del pasado. Las revoluciones previas necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia para pasmarse con su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe permitir que los muertos entierren a sus muertos, para concientizarse de su propio contenido. Allí la frase desborda al contenido, aquí el contenido desborda a la frase".
La crisis del partido y, en cierto modo, también la del país, algunos la quieren resolver escarbando en las tumbas, conjurando a los espíritus del pasado, tomando prestados sus ropajes, sus frases, sus consignas.
Una parte de los actores políticos del partido, los conservadores de izquierda, padece de una especie de misoneísmo, es decir, de un trastorno síquico que provoca terror y angustia ante lo inédito. Padecen, para decirlo de otra forma, de una obsesión por el pasado que les impide encontrar respuestas nuevas ante las nuevas realidades del país y el mundo.
En ese culto a lo antiguo (igual que en el culto a la personalidad) se encuentra una parte de la explicación a la crisis del PRD. Hay una facción profundamente conservadora que rechaza por consigna, mecánicamente, cualquier intento de contemporizar y de actualizar al partido ante las nuevas realidades. Por ello, cuando se habla de la necesidad de modernizar a la izquierda, de adecuar a los nuevos tiempos sus conceptos e ideas, su programa, la reacción inmediata de esos conservadores de la izquierda, siempre disfrazados de "radicales", es calificar dicha modernización de "traición a los principios".
Pretender un PRD sólo para los llamados o autollamados "radicales", es precisamente encontrar la frase o la consigna que ahoga el contenido y sólo evidencia una actitud sectaria y exclusionista que, evidentemente, rompe con la naturaleza amplia y diversa del PRD y trastoca la razón misma de su origen plural y democrático.
Este sectarismo tiene que ver con el hecho de que algunos dirigentes del partido y de la izquierda, en su fundamentalismo, se resisten a entender que nuestro país, más allá de una esquemática y dogmática división en clases, es un mosaico de pluralidad y diversidad, en el que convivimos personas que tienen intereses diferentes —la mayoría legítimos—, culturas distintas, preferencias, géneros y orígenes diversos y, desde luego, pensamientos políticos y religiosos heterogéneos. Esto que parece tan obvio, no lo es tanto mayoría legítimos—, culturas distintas, preferencias, géneros y orígenes diversos y, desde luego, pensamientos políticos y religiosos heterogéneos. Esto que parece tan obvio, no lo es tanto para una parte de los dirigentes del PRD, debido a que entre éstos persiste la intención de imponer un pensamiento homogéneo para la sociedad y antes, naturalmente, para el partido. Así, cualquier diferencia con su ideología o con su inclinación política (y hasta con su preferencia sexual) la clasifican como herejía y la califican como traición (o desviación, según sea el caso, pues los intolerantes lo son en la política y en cualquier otro tema). Este asunto, el de no reconocer, por parte de algunos dirigentes principales del PRD, la libertad de pensamiento y el derecho a la diferencia, en el partido y en el país, es otro de los elementos que está en el centro de nuestra crisis partidaria.
Por ello mismo, estos intolerantes se resisten a la confrontación de las ideas y al debate de las propuestas en el propio seno del partido y con otros sectores de la sociedad. Un ejemplo de ello es la consigna de AMLO, dirigida hacia los legisladores del partido y a los del FAP, de ausentarse del debate en las Cámaras del Congreso de la Unión. La tesis de AMLO y de los militantes de "Izquierda Unida" asume que participar en los debates camarales —no importa el tema a tratar— "legitiman a Calderón" y, en sentido contrario, debilitan a la "presidencia legitima." Por ello, su negativa a discutir y menos aprobar la reforma electoral, aunque ésta sea de las más avanzadas y radicales; su resistencia a discutir o aprobar, en su caso, el Presupuesto de Egresos de la Federación, aunque en éste se incluyan demandas medulares del programa social de nuestro partido y de la izquierda; a negarse a debatir la cuestión del petróleo, aunque desde la izquierda tengamos, como así es, mejores propuestas (naturalmente no privatizadoras) para utilizar este recurso energético en bien del país y para el bienestar de la gente.
Contrario a esta tesis de la autoexclusión y de la automarginación, la izquierda democrática debe participar en todos los espacios del debate para la confrontación con la derecha, de las ideas y los programas. El PRD debe oponerse, como lo ha hecho, de manera enérgica, a las injusticias que se cometen en contra de cualquier ciudadano y contra los abusos que se efectúan en contra del país. Pero ello no es suficiente y menos lo único, para convertir, en la lucha democrática, al PRD en verdadera alternativa de gobierno frente a la derecha. La izquierda debe ser propositiva; debe presentar, puntual y nítidamente, sus propuestas para atender la problemática nacional e, igualmente, sus respuestas para resolver las demandas de la población. La izquierda está, críticamente, en contra del status quo imperante de desigualdad, pobreza y corrupción, pero debe, si quiere derrotar en las urnas a la derecha y acceder al gobierno, derrotarla también en el terreno de las ideas.
Por lo tanto, esas tesis de la autoexclusión y de la automarginación son claramente erróneas, no sólo desde el punto de vista de la estrategia política, sino, además, son aberrantemente incongruentes con el ideario y el pensamiento crítico y propositivo de la izquierda. El PRD, para ganar la simpatía y el apoyo de la población y de los votantes, debe sacudirse la imagen de un partido que sólo sirve para destruir lo imperante, para oponerse a lo existente. Es claro que la crítica al status quo es parte de la esencia de ser de izquierda pero, también y quizás más importante, debe ser una izquierda moderna y democrática, que necesariamente contribuye a construir lo nuevo. La esencia de lo revolucionario no está en sólo acabar con lo antiguo y lo viejo, sino en construir lo nuevo. La izquierda no se abrevia en el rencor y la venganza, se sintetiza, por el contrario, en la crítica propositiva, en la oposición alternativa.
Esas dos fuerzas del PRD también se encuentran enfrentadas en un asunto que es fundamental, éste es: la democracia y el poder.
Concurre, entre los conservadores del PRD agrupados en "Izquierda Unida", la perniciosa idea de que la democracia es sólo un objetivo a alcanzar en algún momento, quizás (¿?) cuando accedamos al gobierno.
Creen, por lo tanto, que la democracia es prescindible en la vida interna del partido y en el quehacer político diario. Lo importante, dicen estos conservadores, es acceder al poder para transformar la realidad y no importan tanto los medios que se utilicen. Esa fórmula ya fue utilizada antes por la vieja izquierda autoritaria y el resultado fue desastroso para el propio prestigio de la izquierda y lo fue, en sentido amplio, para la humanidad.
El stalinismo, esa oprobiosa dictadura en nombre del pueblo, debiera, después de tanto tiempo, haberse entendido a cabalidad en la izquierda y particularmente en el PRD. No ha sido así y no faltan, activos y entusiastas, los seguidores del georgiano. ¿Cuántos militantes del extinto PCUS fueron anatemizados, estigmatizados, censurados, exiliados, asesinados, tan sólo por el hecho de pensar diferente al "líder sacrosanto"? ¿Cuántos injustamente castigados, por la misma causa, en la revolución cultural de Mao? ¿Cuántos por el despiadado Pol Pot o por Causeuscu? Bueno, pues a pesar de tan infausta experiencia, algunos de los pequeños Stalin que tenemos en el PRD insisten en reeditar, en el propio partido, su versión perversa de los "juicios de Moscú", es decir, todo aquel dirigente perredista que no comparta el pensamiento del líder, o que se atreva a criticarlo será, y así lo están haciendo, señalado como sacrílego, apóstata, agente de la derecha y, en consecuencia, acusado como traidor.
A esta insana concepción autoritaria, tan dañina para la percepción de los ciudadanos sobre el PRD y sobre toda la izquierda, le estamos oponiendo ya, los demócratas de izquierda, sin más concesiones, el razonamiento y la noción de un partido en el cual la democracia es parte sustantiva, formativa y organizativa, de nuestra identidad de izquierda. La democracia que implica, necesariamente, la libertad de pensamiento, de expresión, de crítica, de asociación, etcétera; que implica la creación y consolidación de instituciones que tengan vigencia permanente y reflexión colectiva para las definiciones políticas; la democracia que implica el rechazo a cualquier forma de discriminación y de intolerancia; que implica el rechazo a las formas de poder autoritario y unipersonalizado y que rechaza cualquier manifestación de caudillismo (aun de aquel que se presente con "buenas intenciones").
También en el centro de la actual disputa en el interior del partido se encuentra una definición toral sobre el tipo de régimen político para el país y el tipo de régimen necesario para la conducción del propio PRD. Se trata de decidir, para el país, entre un sistema republicano de verdadero equilibrio de poderes o mantener el autoritario régimen presidencialista que, sabemos, es esencialmente antidemocrático. A los conservadores de la izquierda, dirigidos por AMLO, les sigue pesando, igual que a la derecha panista y priista, una visión profundamente reaccionaria sobre el tema del ejercicio del poder. No quieren ningún cambio estructural sobre el régimen presidencialista actual y en el fondo, todos ellos, continúan pensando que el problema fundamental del país está circunscrito a quien es el personaje que ocupa el "poder supremo". Esta visión conservadora olvida que el contenido sustantivo de nuestra problemática como país sigue siendo la existencia de una crisis estructural del sistema político, de concentración unipersonal del poder político, del presidencialismo.
Sobre este punto hay una diferencia fundamental en el interior del PRD. Para nosotros, los demócratas de izquierda, la transición democrática del país pasa por la construcción de un nuevo régimen político en el que el poder se redistribuya, se descentralice y se democratice. Esta diferencia acerca del poder en el país se refleja, naturalmente, hacia el interior del partido.
Mientras la vieja izquierda conservadora insiste en un tipo de partido con mando único y unipersonal y que ni siquiera es el presidente formal del partido ("aquí despacha el presidente, pero el que manda vive enfrente"), la izquierda renovadora y democrática proponemos un PRD de instituciones permanentes, actuantes, colectivas, respetuosas de la legalidad interna y constitucional, ajustadas al cumplimiento de nuestros principios y programa.
Por eso los conservadores en el interior del partido rechazan la propuesta programática de que la transición democrática para el país implica, necesariamente, pasar del presidencialismo autoritario al régimen republicano de equilibrio y separación entre los poderes; implica pasar a la vigencia de instituciones democráticas y sujetas a la legalidad constitucional. Pero así como rechazan este planteamiento, verdaderamente transformador para el país, asimismo lo rechazan para el partido, por que en éste el cambio verdaderamente sustantivo significa pasar del sistema del caudillo al partido de las instituciones plurales, de las direcciones colectivas, de las normatividades democráticas y libertarias.
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Fernando V. Ochoa
cel 6621 50-83-33
ser como el clavo, que aun oxidado, sigue siendo clavo.
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